El Evangelio según Jesucristo, de José Saramago (Alfaguara, mult. edic).

“Puesto que ya muchos han intentado escribir la historia de lo sucedido entre nosotros, según que nos ha sido transmitido por los que, desde el principio, fueron testigos oculares y ministros de la palabra, me ha parecido también a mí, después de informarme de todo desde los orígenes, escribirte ordenadamente, óptimo Teófilo, para que conozcas la firmeza de la doctrina que has recibido”· Lucas, 1, 1-4

Muchas veces he vuelto a releer pasajes de estas páginas que me fascinaron desde el primer día, allá por 1991. No sólo están escritos con la maestría de uno de los mejores prosistas de nuestro tiempo sino que su sensibilidad, valentía y sentido común siempre me proporcionan momentos felices.
Sólo un ignorante recalcitrante puede ignorar la vida y palabras de uno de los personajes más importantes de la Historia de la humanidad, el Rabí Jesús de Nazareth. ¿Cómo podrían entender las obras de arte expresadas en la pintura, la escultura, la música, la arquitectura y las más bellas páginas de la literatura de los últimos veinte siglos? Hay un actitud de desdén que sólo refleja miedo, como atónitos palurdos, sin danzas ni canciones que, envueltos en sus andrajos, desprecian cuanto ignoran.
Lo mismo pienso, en esta Era de las comunicaciones instantáneas, de las vidas y palabras de seres sabios como Buda, Lao Tsé, los autores de los Upanishads, la Biblia, Sócrates, Zaratustra, Patanjalí, Mahoma, maestros sufíes, jasídicos… y un felizmente largo etcétera de obras que ellos no escribieron sino que nos fueron transmitidas, y deformadas no pocas veces, por sus seguidores. Es como ignorar la sabiduría de chamanes, sanadores, hombres sabios que en el mundo han sido y son, pero a los que nos cuesta “ver” porque sólo miramos con los ojos de la cara.
Me declaro un admirador ferviente de la persona y del mensaje de Jesús de Nazareth, que he estudiado a fondo durante años, aunque hace tiempo que he abandonado las prácticas de sus “secuestradores” oficiales.
Esta obra de Saramago, escribe Luciana Stegagno, responde al deseo de un hombre y de un escritor de excavar hasta las raíces de la propia civilización, en el misterio de su tradición, para extraer las preguntas esenciales. ¿Quién es ese Dios, primero hebraico y ahora cristiano, que quiere la sangre, la muerte, para que sea restablecido el equilibrio de un mundo que sólo de sus leyes se nutre? ¿Cómo puede la nueva ley ser Ley de Amor si aún pesa sobre el hombre la hipoteca de la condenación eterna? ¿Cómo puede pensarse criatura divina digna de la inmortalidad, el hombre, si durante toda su existencia debe someterse a una ley de terror que preexiste y es exterior a él? ¿Por qué debemos temer el castigo eterno cuando el castigo, para el justo, debería ser en esta nuestra vida, en el remordimiento y en la conciencia de nuestra indignidad?
Hemos leído los Evangelios según Mateo, Marcos, Lucas y Juan, sin citar los condenados como “apócrifos” porque no casaban con sus presupuestos. En este libro, Saramago aporta su experiencia, su estudio del entorno y de las costumbres y no es lícito condenarlo –como se hizo cuando se editó en Portugal- con leyes que no sean sus propias leyes literarias, poéticas y filosóficas. Aquí no se niega lo divino, la religiosidad latente en el corazón de cada hombre: lo que se hace es interrogarlo y cuestionarlo con libertad apasionadamente, religiosamente. Como Milton, situado en el lado del perdedor, que es siempre, no lo olvidemos, un ángel caído.
Personalmente, cuando cae en mis manos algún libro recomendado sobre la supuesta vida de Jesús , me basta con abrirlo por tres capítulos: Encarnación, Eucaristía y Resurrección. Y distingo a Jesús del Cristo, Ungido o Mesías. Ha habido un Jesús de Nazareth pero ha habido y hay muchos Xristós, avatares que están entre nosotros.

José Carlos Gª Fajardo

Este artículo fue publicado en el Centro de Colaboraciones Solidarias (CCS) el 04/10/2012