Humo humano,
de Nicholson Baker (Editorial Debate. Barcelona 2009. 535 páginas)
El autor norteamericano Nicholson Baker arroja en esta obra un punto de
vista original sobre cómo se fraguó la Segunda Guerra Mundial, contado a
través de fragmentos de diarios, discursos y libros de memoria de la
época, sin olvidar los folletos propagandísticos. Se trata de un fresco de momentos capitales, llenos de barbarie, sufrimiento y compasión, que contribuye al debate con la perspectiva actual. No todo fue una historia de buenos contra malos: en un lado los demócratas defensores de los derechos humanos y en el otro los bárbaros fascistas, nazis y japoneses sin escrúpulos. Recordemos que el sanguinario Stalin y su despótico régimen se encontraban en el bando de los “Aliados”. Baker muestra cómo la pulsión destructiva de la II Guerra Mundial no era sólo de un bando. El autor rinde homenaje al pacifismo fruto de la justicia y del diálogo entre los pueblos. Lo más relevante es responder a la pregunta de por qué el ser humano fue capaz de tantas atrocidades como tuvieron lugar entre 1939 y 1945. Humo humano muestra un amplio período, desde finales del siglo XIX hasta diciembre de 1941, para contar de una manera distinta y original los orígenes de la II Guerra Mundial. Leer ahora las salvajes propuestas de Churchill, de un joven Roosevelt o de tantos políticos aliados que han pasado a la historia como adalides de la justicia y de las libertades, será bueno para ampliar nuestra visión de los acontecimientos históricos, y que contiene un profundo lamento por la irreparable pérdida que la Humanidad se ha causado a sí misma. En septiembre se cumplen setenta años del estallido de la guerra. “Baker incomoda a aquellos que creen que todos los alemanes fueron malos y puede enojar a los que consideran a Churchill un héroe”. (The New York Times) En un delicioso artículo, “El mal estaba en todas partes”, José María Ridao hace una espléndida reflexión sobre el tema. Desde que la investigación historiográfica empezó a confundirse con el denominado “trabajo de memoria”, la idea de que el conflicto más devastador de todos los tiempos revestía los caracteres de una lucha escatológica, de un combate contra el Mal Absoluto, ha ido ganando terreno. Ese genérico ser humano que se libró a la destrucción y el asesinato en masa no se encontraba únicamente en las filas del nazismo, sino también en cada uno de los bandos enfrentados. El resultado es perturbador, como si, de pronto, hubieran sido convocados a escena todos los silencios, todos los equívocos imprescindibles para que la historia de la II Guerra Mundial se pueda seguir contando como hasta ahora. Es entonces cuando aparecen por primera vez protagonistas como el futuro jefe del Bombing Command, Arthur Harris, y el también futuro primer ministro británico, Winston Churchill. “Estoy decididamente a favor de emplear gas tóxico”, escribe Churchill al jefe de la Royal Air Force, “contra tribus incivilizadas”. La confianza del primer ministro en la eficacia del bombardeo contra civiles, aunque ya no con gas tóxico, que había sido prohibido, se mantiene intacta al iniciarse la II Guerra Mundial, sólo que ahora Churchill pretende que la lluvia de fuego que descarga sobre las ciudades de Alemania transmitan el mensaje de que los alemanes deben rebelarse contra Hitler. Con el implícito y aterrador corolario de que, si no lo hacen, se convierten en cómplices del dictador. Los textos que reproduce Baker recuerdan que el antisemitismo no fue sólo un sentimiento alimentado por el nazismo, sino un clima general. Cuando aún era un simple abogado, el futuro presidente Roosevelt se dirigió a la Junta de Supervisores de Harvard proponiendo que se redujera el número de judíos en la Universidad hasta que sólo representaran un 15%. Y Churchill, entretanto, publicaba en febrero de 1920 un artículo de prensa en el que decía que judíos “desleales” como Marx, Trotski, Béla Kun, Rosa Luxemburgo y Emma Goldman habían desarrollado “una conspiración mundial para el derrocamiento de la civilización”. Creía, sin duda, en la existencia de “judíos leales”, a quienes exigía en ese mismo artículo que vindicasen “el honor del nombre de judío”, pero la obsesión antibolchevique le jugó la mala pasada de elogiar, también en la prensa, a Mussolini, de quien se declaró “encantado por el porte amable y sencillo” y “por su actitud serena e imparcial”. E incluso a Hitler, de quien, dejándose influir por los comentarios de los que lo conocían, estima que era “un funcionario harto competente, sereno y bien informado de porte agradable y sonrisa encantadora”. En contraposición, Trotski “era un judío. Seguía siendo un judío. Era imposible no tener en cuenta este detalle”. Perlas: Un informe de la RAF, en 1936. “Si nuestros ataques pudieran desmoralizar al pueblo alemán, empleando métodos parecidos a los que prevemos que los alemanes utilizarían contra nosotros, su Gobierno podría verse obligado a desistir (...). Pero es probable que una dictadura militar sea menos susceptible a las protestas populares que un gobierno democrático”. Capitán Philip Mumford, en 1937. “¿Qué diferencia hay entre arrojar 500 bebés a una hoguera y arrojar fuego desde un avión sobre 500 bebés?”. Winston Churchill, en 1941. “Hay millones de alemanes que son curables y otros matables”. |
José Carlos Gª Fajardo
Este artículo fue publicado en el Centro de Colaboraciones Solidarias (CCS) el 03/07/2009