Seda,
de Alessandro Baricco (Anagrama, 47 edición. 2007. 120 págs. In octavo)
“A cada uno de ellos le había revelado los secretos de su oficio.
Esto lo divertía mucho más que ganar dinero a espuertas. Enseñar. Y
tener secretos que contar. Así era aquel hombre”. Esta no es una novela, dijo Baricco. Ni siquiera un cuento. Es una historia. Empieza con un hombre que atraviesa el mundo, y acaba con un lago que permanece inmóvil, en una jornada de viento. El hombre se llama Hervé Joncour. El lago, no se sabe. Es una historia de amor. En ella están entrelazados, deseos y dolores sin nombre. En todo caso ese nombre es amor. (Cuando no se tiene un nombre para decir las cosas, entonces se utilizan historias. Así funciona desde hace siglos). Todas las historias tienen su música propia. Esta tiene una música blanca, extraña, suave. Cuando la ejecutan bien es como oír el silencio, y los que la bailan parecen inmóviles. “Un sutilísimo cruce de historia y fábula”. “Un apólogo elegante, delicado ejercicio de ascesis. Relato insólito, de luminosa melancolía. Baricco es un elegido de los dioses”, escriben los críticos. Con su ternura, su erotismo, su despojamiento, Seda es una de las novelas más sorprendentes y conmovedoras que he leído jamás. Y uno nunca se cansa de releerla y de subrayarla y de dejarla reposar sobre el regazo. “Una vez había tenido entre sus dedos un velo tejido con hilo de seda japonés. Era como tener la nada entre los dedos”. “Cumplió 33 años el 4 de septiembre de 1862. Llovía su vida, frente a sus ojos, espectáculo calmo”. “La bandada de pájaros, aterrorizada ante el disparo, se elevó hasta el cielo como una nube de humo liberada por un incendio. Era tan grande que se podía llegar a ver a días y días de camino de allí. Oscura en el cielo, sin otra meta que su propio extravío”. “Una noche Helène le preguntó -¿Qué son esos dibujos? -Es una pajarera. -¿Para qué sirve? –Se llenan de pájaros, y después, un día en el que suceda algo feliz, se abren sus puertas de para en par y se contempla como vuelan libres”. “Ni siquiera llegué a oír nunca su voz. Es un dolor extraño. Morir de nostalgia por algo que no vivirás nunca”. “Hervé observó largo rato la carta [en japonés]. Parecía un catálogo con huellas de pequeños pájaros, compilado con meticulosa locura. Era sorprendente pensar que eran signos, es decir, cenizas de una voz quemada”. “A quienes venían a visitarle les relataba sus viajes. Escuchándole, la gente del pueblo aprendía el mundo y los niños descubrían lo que era la maravilla”… Yo, como Hervé, no estoy hecho para las conversaciones serias. “Y un adiós es una conversación seria”. |
José Carlos Gª Fajardo
Este artículo fue publicado en el Centro de Colaboraciones Solidarias (CCS) el 07/05/2010