Contra la pena de muerte

Nadie puede tener autoridad para arrebatar el don más preciado del ser humano: la vida. Ni es ejemplar, ni repara nada, ni es proporcionado a crimen alguno sin que se convierta en un asesinato.
Es preciso afirmar nuestro rechazo a la pena de muerte; en cualquier circunstancia ante el desarme ético que significa la ejecución de seres humanos, en nombre de la “justicia”. Ni en nombre de quienes pretendían hablar “en nombre de Dios”. Como si una supuesta divinidad precisase de emisarios: la creación entera sería su proyección más auténtica.
Ante el ejemplo de Jesús, no es posible comprender que los cristianos admitan la pena de muerte. Durante siglos la han mantenido acudiendo al “brazo secular”, en el colmo de la hipocresía. Y en el Catecismo Romano se mantiene “en determinadas circunstancias”.
En la Unión Europea se ha erradicado. Pero en Estados Unidos, que alardea de su tradición cristiana, impera la pena de muerte. Es el país democrático con mayor población carcelaria, más de dos millones de presos (principalmente negros e hispanos) y en donde ha habido 139 inocentes rescatados del corredor de la muerte, en el que nunca debieron entrar.
Sus presos se han incrementado un 50% en diez años. Hay 690 presos por cada 100.000 habitantes, mientras que la media europea no llega a 100 reclusos por cada 100.000. Una tercera parte de los jóvenes negros están encarcelados o pendientes de juicio. Su sistema de prisiones legaliza la represión racista. Un negro tiene un 33% de posibilidades de pasar por la cárcel una vez en la vida, frente al 4% de los blancos.
En California, desde 1984 se han construido 24 cárceles nuevas y sólo una universidad. De 1984 a 1994 el presupuesto para cárceles creció un 209%, frente al 15% del incremento en educación.
Aunque la comunidad negra representa al 13% de la población, constituye el 50% de la población carcelaria.
Amnistía Internacional pide a todos los gobiernos que procedan a eliminar la pena de muerte en su legislación y que conmuten todas las penas de muerte y suspendan las ejecuciones.
No sólo han asesinado “legalmente” a centenares de personas en los últimos años, sino que gran parte de esas ejecuciones son denunciadas por organismos civiles norteamericanos como violencia discriminada contra negros, hispanos, con incapacidad mental o menores de edad cuando delinquieron.
La inseguridad jurídica para esas minorías, junto a los más pobres, es un atentado a los principios de seguridad jurídica y de primacía de la ley que caracterizan a los Estados de derecho.
Estados Unidos no respeta la Declaración universal de derechos del hombre que reconoce en el derecho a la vida el fundamento de todo el ordenamiento jurídico.
El mayor patíbulo del mundo es China, con cerca de dos mil ejecuciones reconocidas en 2009, escribe José Reinoso. Pero organismos de lucha contra la pena capital aseguran que la cifra real es mucho mayor. La fundación estadounidense Dui Hua estima que el número de ejecutados en China fue de 6.000 el año pasado.
Un total de 68 delitos: contrabando, proxenetismo, soborno, corrupción, desfalco o fraude fiscal pueden llevar al corredor de la muerte. Pero también algo tan inseguro como “poner en peligro la seguridad nacional”.
Amnistía Internacional denuncia que los procesos que conducen cada año a la ejecución de miles de personas en China están plagados de irregularidades, errores judiciales y confesiones extraídas mediante tortura.
El método tradicional de aplicación es un disparo en la nuca o fusilamiento, pero ya se ha extendido el uso de la inyección letal
Los abolicionistas suman argumentos nuevos, más allá de los derechos humanos: es cara, ineficaz para prevenir delitos e insostenible ante los errores judiciales destapados por el ADN, escribe Álvaro Corcuera.
Un informe de la ONU concluyó: “El problema es que un sistema judicial con fallos reconocidos que el Gobierno rechaza tratar y resolver... siempre cometerá nuevos errores. Una prioridad mejor sería analizar dónde falla la justicia y por qué hay gente inocente sentenciada a muerte”.
En España, la Constitución suprimió la pena de muerte en 1978, pero dejó abierta la posibilidad en el Código Penal Militar, “para casos de traición, rebelión militar, espionaje, sabotaje o crímenes de guerra”. Eso impidió a España entrar a formar parte del club de países totalmente abolicionistas hasta 1995.
Para modificar la realidad, debemos que cambiar nuestras actitudes.
Tenemos la obligación ética de urgir la abolición de la pena de muerte para que el olvido no invada la memoria y nuestros nietos no tengan que avergonzarnos preguntándonos qué hacíamos sin denunciar y alzarnos ante el mayor crimen del mundo.

José Carlos Gª Fajardo

Este artículo fue publicado en el Centro de Colaboraciones Solidarias (CCS) el 26/03/2010