La droga no es siempre irreversible

“Carlos Aranda, futbolista del Albacete y goleador revelación de la Liga, tiene la vida curtida de un pibe de una villa-miseria de Buenos Aires, el hambre de balón de los meninos de las calles brasileñas y la lengua ferina para contar verdades de un rapero de Nueva York. Aprendió todo eso de una vez en la barriada malagueña de El Palo, en la que nació hace 23 años”, así comienza un espléndido reportaje Napoleón Fernández, en El País.
Es un hermoso ejemplo de la fuerza que la voluntad y el deporte pueden proporcionar a un joven marcado por un destino de drogas y de abandono para salir adelante y convertirse en modelo para otros jóvenes.
No tuvo infancia ni razones para tener esperanza. Su padre abandonó la familia cuando él era niño. Su madre fue arrastrada hasta la muerte por el consumo de drogas y un cáncer cuando él tenía nueve años.
Aranda agarró la pelota y se fue a las playas de Málaga para aprender a manejar el balón y a marcar goles. “Con su fútbol -dice el periodista- regateó al pasado y asumió el dominio de su vida construyéndose un nuevo destino de éxitos”.
Al joven lo criaron sus abuelos. “Mi familia son los que me han criado, mis abuelos y mis tíos; mi madre se llamaba Nina Aranda. Se murió de cáncer en los ovarios, aunque también era drogadicta. Pero sólo tengo buenos recuerdos de ella. Era muy buena, con mucha fuerza, la más guapa de la familia. Siempre me acuerdo de ella cuando marco un gol. Todos mis goles están dedicados a mi madre. Tengo su fotografía en mi habitación y siempre la miro antes de dormirme. En los días tristes se me caen dos lagrimones. Tengo una espina clavada porque no pude hacer nada por ella. Pero ahora daría todo para tenerla a mi lado con sus mismos problemas. Yo la atendería. Seguro que la curaría”.
Tuvo problemas en la adolescencia que lo acercaron a la delincuencia y esto retraía a los grandes equipos para tenerlo en la cantera y formarlo.
Un día, continúa su entrevistador, su estrella de la suerte brilló más que nunca. Mientras marcaba goles en un partido regional, un señor desconocido se le acercó y le cambió la vida. Era Vicente del Bosque, director general de la cantera del Real Madrid.
Del Bosque dice “ganamos a un gran futbolista y salvamos a una persona maravillosa. Era muy travieso. Como huía de la escuela, le pusimos un profesor particular en la Ciudad Deportiva”.
Honró la confianza que Del Bosque había depositado en él: llegó a disputar 130 partidos con la camiseta blanca en todas las categorías, marcó 66 goles e incluso se alineó con el primer equipo en dos encuentros de competiciones europeas.
Ahora juega en el Albacete donde ha encontrado a Pacheco, un jugador uruguayo que le ayuda porque “me lo dice todo a la cara, lo que nadie se atreve a decirme. No es falso como el mundo del fútbol”.
El psicólogo y media punta tiene un diagnóstico sobre su paciente y amigo “Al afrontar tantos problemas en el inicio de su vida se ha hecho mas vivo y tiene una rabia ganadora que siempre le empuja a superarse. Ya es un grande en el fútbol”.
El entrenador dice de Aranda: “Su primera imagen es huraña, de alguien poco hablador y muy serio. Pero, cuando le conoces, resulta ser una persona encantadora. Le ha faltado afecto. Es un jugador tremendamente cariñoso con los demás”.
Pero los cariños quedan muy lejos del terreno porque ahí el delantero se transforma en un gladiador sin límites. “No puedo perder. Quizá juegue peor, pero como no me veo... Veo a los demás. Engaño a todos los compañeros, a los adversarios, al árbitro... Quiero ganar siempre. Si no gano, tengo que hacer algo: una trampa o lo que sea. Lo hago de modo inconsciente” le confiesa al periodista.
Es hermoso un reportaje que vale más que mil ensayos. Esto es periodismo de verdad.
Aranda finaliza la entrevista para irse a buscar a su primo Saúl a la estación ferroviaria: “Tiene 17 años. Le he adoptado como mi hermano pequeño. Su madre también se murió por culpa de las drogas. Conversamos mucho sobre lo que nos ha pasado. Nunca le faltará de nada porque yo le cuidaré”.
Ni la droga ni la delincuencia son siempre irreversibles. Es una falacia peligrosa sostener lo contrario. Es preciso mostrar nuestra confianza en estas personas, acogerlos y respetarlos, estimularlos y responsabilizarlos sin ocultar las dificultades. No atienden a compasiones sin norte, prefieren la presencia y el estímulo, la paciencia y el afecto. En el fondo de toda dependencia alienta una falta de autoestima, de amor y de confianza.

José Carlos Gª Fajardo

Este artículo fue publicado en el Centro de Colaboraciones Solidarias (CCS) el 05/03/2004