Morir de hambre

Mientras usted lee este artículo, cuatro niños han muerto de hambre en el mundo. Cada cinco minutos muere un niño por esa causa, día y noche, cada día. Más de cinco millones de niños mueren de hambre en el mundo cada año. Cada noche, mientras dormimos, se mueren de hambre 5.760 niños. Y cada 24 horas, mueren 17.280.
Tendríamos que repetírnoslo cada día, escribirlo en el espejo del cuarto de baño y en el salpicadero del coche. No existe arma de más grande destrucción masiva. Todas las bombas nucleares, las químicas y las biológicas no han producido semejante número de víctimas. Y esas muertes van precedidas del sufrimiento de víctimas civiles e inocentes. No son muertes del campo de batalla. No llevaban uniformes caquis o verde oliva. No habían amenazado a nadie, ni robado, ni saqueado ni participado en atentados terroristas. Son las víctimas del terrorismo social cuyos responsables gobiernan los Estados, son miembros de los Parlamentos, de los sindicatos, de las universidades y de los centros de poder económico y financiero. También de los poderes religiosos e ideológicos que pudiendo denunciar estas muertes injustas y alzarse contra quienes pudiendo no ponen coto a estas salvajadas censuran el uso del condón, la interrupción de los embarazos y la menor amenaza a sus estructuras de poder. ¿O no eran personas esos niños?
Nadie puede ignorar que la mayor amenaza que padecen la humanidad y nuestro planeta es la de la explosión demográfica, con sus secuelas de biodegradación, de enfermedad, de hambre y de la ira. Porque explotan las riquezas de la tierra en lugar de cuidarlas y de servirse de ellas y tratan a los seres humanos como mercancías, como presuntos consumidores o como mano de obra mercenaria a la que denominan sin rubor “recursos” destinados a ser explotados.
Nadie en su sano juicio puede sostener que “cuántos más hijos, mejor ya que los envía Dios”. Como hicieron en la Cumbre de El Cairo de 1994 los fundamentalistas católicos aliados, esa vez sí, con los musulmanes más retrógrados. Una maternidad y una paternidad responsables son una exigencia de la naturaleza que no se puede soslayar sin pagar muy caro sus consecuencias.
Que cerca de mil millones de seres sobrevivan en el umbral de la pobreza y estén desnutridos es un insulto a la inteligencia humana. Es un grito que anuncia el fin de unas civilizaciones fruto del progreso y del esfuerzo de los seres inteligentes y sensibles que se han cegado en su soberbia. Hoy disponemos de medios más que sobrados para controlar la explosión demográfica, las enfermedades más corrientes, la ignorancia y las guerras en nombre de una pretendida Verdad usurpada por menos de una quinta parte de la humanidad.
Después de los sucesos del 11 de septiembre, bastaron 48 horas para congelar las cuentas bancarias de supuestos terroristas, superando el todopoderoso “secreto bancario”. Bastaría una firme decisión para congelar los depósitos bancarios donde se custodian los capitales evadidos de países cuya ayuda al desarrollo tenemos que afrontar. Hay dinero para financiar la ayuda al desarrollo. Basta con que se repatríe todo el dinero evadido y que custodian los bancos como custodiaban el de los supuestos terroristas.
Es pública y notoria la existencia de paraísos fiscales donde los bancos de los países más importantes tienen sucursales para evadir impuestos y para traficar con armas, drogas, materias primas y material estratégico y con especulaciones que llevan la ruina a los pueblos. Más pernicioso que el terrorismo es el negocio del crimen que afecta a millones de personas civiles e inocentes. Que la ONU pueda controlar el fin de los paraísos fiscales y reinvertir esos capitales convenientemente. Lo mismo sucede con la escalada de armamentos propiciada por los fabricantes de armas. El motivo principal es la lucha contra el terrorismo. La globalización de la justicia social, de los recursos y de los beneficios atacaría el terrorismo en sus raíces.
Lo mismo se diga con los 500.000 millones de dólares anuales procedentes del narcotráfico que se blanquean en nuestros bancos, como reconoció el Informe del PNUD de 1998.
Dicho Informe cifró en 40.000 millones de dólares anuales, durante 10 años, la cantidad necesaria para dar educación básica, garantizar la salud reproductiva de las mujeres, la salud y nutrición básicas y agua potable y saneamiento para todos los seres humanos. Cuarenta mil millones de dólares es el presupuesto que Bush destina estos días a la reorganización de los Servicios de Inteligencia en EEUU con más de 100.000 personas a semejante actividad.
Comencemos por sustituir el concepto de “ayuda” por el de “reparación debida” a los pueblos que los etnocentristas europeos y norteamericanos hemos explotado al tiempo que les imponíamos un modelo de desarrollo inhumano y alienante que “está a punto de provocar el “estallido de una bomba social”, como denunció Butros Galli en la Cumbre de Copenhague de 1995.
Revertir la polarización creciente entre los que tienen y los que no tienen es el principal desafío moral de nuestra Era. La base de un nuevo modelo de desarrollo debe apoyarse en el acercamiento al desarrollo desde los derechos humanos: cumplir los derechos económicos, sociales y culturales es ineludible. Es preciso estabilizar los mercados financieros para regular su volatilidad. Los gobiernos deben dar un mandato a la ONU para que establezcan un impuesto sobre las transacciones monetarias para estabilizar los mercados financieros globales.
Si queremos, hay dinero para financiar un desarrollo social más justo y solidario que impida situaciones tan inhumanas y explosivas como las que denuncia el Informe de la FAO. En ello nos va la supervivencia de todos.

José Carlos Gª Fajardo

Este artículo fue publicado en el Centro de Colaboraciones Solidarias (CCS) el 10/12/2004