El escandaloso circo del G-8

Con el único criterio de su riqueza y de su poder se han escogido y se reúnen anualmente los jefes de Estado y de Gobierno de los países más industrializados del mundo. Es el poder contante y sonante, la riqueza y la fuerza para imponer criterios en defensa de sus intereses. Si no comenzamos a llamar a las cosas por su nombre jamás conseguiremos una sociedad más humana, justa y solidaria. El poder que surge de las armas o del dinero no da lugar a la democracia si no a una plutocracia y a la oligarquía globalizada y financiera.

La idea del G7 se le ocurrió al entonces presidente de Francia Valéry Giscard d’Estaing en 1974. Los reunió bajo su presidencia en 1975, como a “los mejores y a los más grandes y poderosos”. Esos eran los criterios que siempre han amueblado su cabeza, de ahí que muchos nos preguntemos si fue acertada su elección para presidir la Comisión encargada de redactar el texto para la Constitución de la Unión Europea. Su falta de sensibilidad social y sus criterios elitistas y megalómanos no han dejado de pasar factura. Más tarde, no pudieron ignorar a Rusia y, en 2003, nació el G8. 

La última reunión del G8 ha sido presidida por la canciller de Alemania Angela Merkel. En los medios de comunicación ya causan más sonrisa que auténtico interés tanto el G8 como las manifestaciones de sus voluntariosos oponentes, que sí que tuvieron un importante papel durante años anteriores. Es tan descarada la prepotencia de esos líderes, no elegidos para ese puesto democráticamente, que han tenido que recurrir a invitar a personajes de las finanzas, de la política y de la intelectualidad o del espectáculo para que asistiesen como corifeos del evento. Este año han invitado a 5 jefes de Gobierno de países emergentes y a 5 jefes de Estado africanos para paliar el abandono absoluto y la falta de justicia con los pueblos de este continente de la esperanza. Les han vuelto a prometer 60.000 millones de ayuda cuando todavía no les han desembolsado los 40.000 millones prometidos en la reunión anterior, ni puesto en práctica la cancelación de la deuda a los países más empobrecidos.

El G8, a excepción de Japón, son países europeos o de ascendencia europea: Alemania, Francia, Italia, Gran Bretaña, Rusia, EEUU y Canadá. Cuatro de ellos son miembros de la Unión Europea, y otros cuatro son miembros permanentes del Consejo de Seguridad de la ONU. Los vencedores de una guerra mundial que finalizó hace 52 años. Desde entonces, parece que nada se ha movido en el tablero mundial y países emergentes como Brasil, México, China, Sudáfrica o India no ocupan puestos permanentes en el Consejo de Seguridad. 

Nos recuerda el gran analista francés de origen tunecino, Béchir Ben Yahmed, que la dirección general del Fondo Monetario Internacional “para el Desarrollo” (FMI) está reservada desde hace 60 años a un país europeo y que la presidencia del Banco Mundial, también “para el Desarrollo”, la ocupa un norteamericano nombrado directamente por el Presidente de EEUU. Así nos podemos hacer una idea de cómo está repartido el poder real en el mundo.

Lo increíble es que, en ese colosal grupo de poder, no están representados ni la ONU ni ninguna de las instituciones de carácter social y de verdadero desarrollo humano: FAO, OMS, UNESCO, etc. Pero el antiguo presidente de Francia persiste en que el G8 es representativo de la humanidad “porque sus miembros suponen el 63% del Producto Interior Bruto mundial, cerca de la mitad del comercio y dos tercios de la ayuda al desarrollo”.

¿Cómo se puede hablar del calentamiento del planeta y de la degradación del medio ambiente, de la proliferación nuclear, de la pobreza y de la ayuda al desarrollo, de los paraísos fiscales y del dinero de la droga y del tráfico de armas, del agotamiento de las fuentes de energía y de la lucha contra el terrorismo sin que participen en el debate y en la búsqueda de soluciones los países menos ricos?, se pregunta nuestro colega.

La opinión pública se siente traicionada y los pueblos empobrecidos del Sur nos muestran las heridas de cuatro partes de la humanidad con movimientos migratorios crecientes y con gritos en forma de terror. Y es suicida atribuir a movimientos ideologizados que sólo buscan la destrucción de los privilegios adquiridos de una minoría. Se hace en nombre de otra ideología, la de un etnocentrismo basado en el poder del dinero, en la explotación de otros seres humanos y de sus riquezas, así como en una fuerza militar y subversiva como jamás había conocido la humanidad. Es imposible someterse a la injusticia de que el 2% de la población posea más del 50% de la riqueza mundial, mientras que el 50% más pobre no alcanza ni al 1%. Lo pagaremos a pesar de los muros de egoísmo y de exclusión que erijamos. 

Ben Yahmed aporta estas reflexiones del último presidente del Banco Mundial, James Wolfensohn: “El mundo no puede alcanzar una relativa serenidad más que si todos los habitantes del planeta viven con la esperanza de un porvenir más justo (...) porque la ayuda de los ricos a los empobrecidos ya no puede ser considerada como un sacrificio o como generosidad sino como una contribución obligatoria a la paz en el mundo”.

José Carlos Gª Fajardo

Este artículo fue publicado en el Centro de Colaboraciones Solidarias (CCS) el 15/06/2007