Reconstruir el ejército de
Irak
De cómo se resuelva el conflicto de Iraq puede depender la seguridad en una buena parte del mundo. Los ataques terroristas en EEUU, Bali y varios países de Europa demuestran la vulnerabilidad de las más consolidadas democracias. Ningún país estará a salvo si se imponen el caos y la ley del más fuerte, o del más astuto. Luego, implantar un régimen democrático en Iraq no puede ser una prioridad absoluta si antes no se ha restablecido la seguridad que permita un desarrollo político, económico y social. La primera dificultad consiste en que ninguna de las grandes potencias militares -India, China, Rusia, Francia- puede enviar sus tropas a luchar bajo mando norteamericano. La OTAN ya ha dado a conocer sus condiciones y sus miembros no alcanzarán el consenso para enviar a luchar a sus connacionales bajo esa bandera. Enviar soldados de la ONU no es una opción que pueda plantearse porque los Cascos Azules son una fuerza para el mantenimiento de la paz y no para imponerla. La masacre de Faluja, con centenares de civiles muertos, en su mayoría mujeres, ancianos y niños, además de un crimen, ha sido un error político colosal. Ya nadie podrá olvidarlo y pasará a engrosar la lista de esos errores que han mancillado para siempre los conflictos militares. Si se consuma el inmenso error político de entrar por la fuerza de las armas en la ciudad santa de Nayaf, al estilo Sharon, para capturar “vivo o muerto” al líder religioso Moqtada Sadr, la guerra civil o la cruzada político religiosa estará servida. El gran error del administrador en jefe norteamericano, Paul Bremer, fue disolver el Ejército y convertir a 400.000 personas disciplinadas en parados lanzados a la calle, pero dispuestos a sumarse a una resistencia medianamente organizada. Ésta es la clave de la bóveda: convocar al antiguo ejército de Iraq para que se concentren en los cuarteles bajo mandos iraquíes. Por supuesto que estarían excluidos los miembros de la Guardia Republicana y de las fuerzas policíacas especiales al servicio de la tiranía de Sadam. En todos los países que padecieron una guerra, la mayoría de los oficiales y mandos inferiores fueron reconvertidos y puestos al servicio del nuevo régimen. Así sucedió en Alemania, en Italia y en la propia Rusia después de la revolución. Y en Chile y en Argentina, en la Francia de Pétain cuando venció De Gaulle y en Indonesia, o en EEUU después de la Guerra de Secesión. No podemos olvidar que en la historia del moderno Iraq el Ejército ha jugado un papel predominante. Tanto bajo el mando del Rey Feysal al independizarse de Gran Bretaña, en 1933, como cuando el Partido Baas tomó el poder a la caída de la monarquía, en 1963; y de nuevo, en 1968, cuando Hussein Sadam tomó el poder e hizo de Iraq un país unido, próspero y moderno, laico y con un gran contenido social para alejarlo de los fundamentalismos religiosos o de las oligarquías financieras. Que después haya sucumbido en el despotismo y en la tiranía no puede hacer olvidar las conquistas socioeconómicas de sus comienzos. Cuando el Régimen de Sadam fue ayudado por Alemania, Francia y EEUU para alejarlo de la orientación prosoviética de su antecesor. No es prudente renegar de todo el pasado, se podría volver contra el presente para desvirtuarlo. Después de los sufrimientos de los últimos veinticinco años, el pueblo iraquí estaría dispuesto a acoger un ejército profesional, disciplinado y capaz de restablecer la unidad territorial y la seguridad para salvar al Estado. Existe un grupo de líderes procedentes de las fuerzas militares y de un segundo rango en el interesante y progresista partido Baas, no partidarios de Sadam pero que recusan el fundamentalismo islámico, el terrorismo sin patria y la ingerencia extranjera. Ignorar esta realidad y pretender una victoria militar, caiga quien caiga, es una locura que podría conducir al abismo. El riesgo de que surja un nuevo hombre fuerte en Iraq será preferible al caos y a la anarquía. Para eso están los interlocutores de los países dispuestos a participar en una auténtica reconstrucción y no en el pillaje al que están sometidos por parte de compañías norteamericanas. No se trata de propugnar un golpe de Estado militar. Nada más lejos ni menos factible en las condiciones actuales. Esta solución ayudaría a salvar la cara de los anglo norteamericanos, de la ONU y del resto de las potencias que desean un régimen fuerte, con instituciones estables y que impidan el flagelo del terrorismo caótico, al que se unen como solución desesperada muchos ciudadanos que estarían dispuestos a ayudar a unas fuerzas organizadas, nacionales e independientes de cualquier extremismo, religioso o imperialista con pretensiones de hegemonía geopolítica. |
José Carlos Gª Fajardo
Este artículo fue publicado en el Centro de Colaboraciones Solidarias (CCS) el 30/04/2004