El derecho a la felicidad

Desde que los seres humanos fueron dominando la naturaleza hostil para servirse de ella avanzaron en la convivencia social y entablaron relaciones de cooperación y de amistad con otras comunidades y con otros pueblos. La superación de la confrontación y, en su modo más inhumano, de la guerra, hicieron comprender a los responsables de las diferentes culturas y civilizaciones que el progreso iba acompañado del crecimiento económico y que lo que hoy denominamos desarrollo social no estaba al margen de las estructuras políticas que los gobernaban. De ahí que los más espléndidos períodos de creación cultural, de profundidad filosófica, de avance en las ciencias y en las técnicas correspondan a largos períodos de paz como fruto de la justicia. Las civilizaciones más importantes que jalonan los grandes compases de la Historia se apoyan en ordenamientos jurídicos de acuerdo con las concepciones de la vida que inspiraban su convivencia, de forma que es inconcebible un pueblo sin ley ya que la conciencia de "pueblo" es un largo período que emerge de la horda para convertirse en tribus que reconocen raíces comunes en clanes determinados. Más tarde vinieron otras formas de convivencia en torno a un jefe en el que delegaban los ancianos y se inventaron familias de notables, repúblicas, reinos, dinastías y, en su culmen, los imperios que necesitaban de la explotación de sus vecinos para mantenerse en el inestable vértice del poder como fuente de su legitimidad. La fuerza y el triunfo sobre los enemigos exteriores y los opositores internos fueron la causa de la legitimidad de su ejercicio con independencia de su intrínseca justicia.

Las grandes revoluciones que atraviesan la historia de la humanidad en marcha son los hitos que, como piedras maestras, sostienen las columnas fundamentales de las estructuras de las diferentes culturas y civilizaciones que como edificios emergen, se vienen abajo y, sobre sus ruinas, se vuelven a construir otras edificaciones. Así, la más reciente revolución industrial está en el origen del dominio de unos pueblos sobre otros a escala universal con el solo criterio del desarrollo económico y del poder de la fuerza sobre la razón y la justicia.

Todo ello había de dar lugar al nacimiento de unas clases sociales explotadas y marginadas que un día tomaron conciencia de su condición y se erigieron en protagonistas de una revolución de marcado carácter social a diferencia de las del pasado que se apoyaron en conceptos como el grupo, la etnia, el pueblo, el territorio, el dominio de las técnicas, la religión cercana al poder, la civilización, la lengua, la nación, el estado, el imperio o teorías tan peregrinas y sin fundamento como el "espacio vital" o las "fronteras naturales".

Cuando la tecnología transformó a sus poseedores y se erigió en tecnocracia se consumó la trágica separación entre sabiduría, ciencia y técnica con el absurdo e irracional dominio de ésta sobre las otras dos. Ya el dominio de la ciencia sobre la sabiduría y las más profundas instancias del ser humano como la intuición, los sentimientos expresados por las convicciones que inspiraban sus tradiciones y sus formas religiosas, junto con el anhelo de armonía y de unidad, de eternidad y de trascendencia, de justicia y de sosiego, de búsqueda de la felicidad y de la verdad, en su forma más excelsa concretada en el concepto de Bien supremo o divinidad, supusieron un desarraigo, tan radical y profundo, que condujo a los hombres y a los pueblos a un vagar sin sentido con el único norte de la seguridad a cualquier precio y a la pérdida de los valores que expresaban su conciencia de personas a cambio de degradarse en individuos objeto de transacción, de especulación o de enfrentamientos inhumanos con el único criterio de la utilidad. Esa idea del bienestar a cualquier precio llevó a la pérdida de la identidad basada en las más profundas raíces que reflejaban el rostro originario de los seres humanos como personas, de la naturaleza como medio amable y nutricio, y del cosmos como parte integrante de ese ser total en el que vivimos, nos movemos y somos.

En el último siglo se sucedieron las más terribles guerras de la historia de la humanidad, las catástrofes en forma de agresiones contra el medio, las degradaciones de los seres humanos tratados como jamás lo habían sido los animales en forma sistemática de exterminio con sufrimientos indecibles, la erradicación de la conciencia y de los sentimientos, de las tradiciones y de las señas de identidad de las personas y de los pueblos, de los valores en suma, que erigieron la competitividad como estilo, el ansia de bienes como norma y la alienación de los sentidos como único criterio de supervivencia en un mundo que se considera hostil y carente de otro sentido que el de instrumento para apagar el aullido de la soledad y del aislamiento que se han enraizado en los seres humanos como recursos para ahogar sus miedos.

Con el triunfo de la informática, más aún que con el poder ilimitado de la energía nuclear y de los artefactos destructivos al servicio de los intereses de las potencias por medio de la guerra, con la proximidad y la instantaneidad de la información de lo que sucede en cualquier región del planeta tierra, con la agresión de los medios que nos bombardean con imperativos publicitarios aún en la más íntima estancia de nuestros hogares, con la tiranía del tener sobre la evidencia connatural del ser... las mujeres y los hombres del planeta, los ancianos y los niños, los sanos y los enfermos, los pobres y aún los que se consideran ricos en bienes materiales, sobrevivimos desarraigados en un ambiente de angustia. El miedo es causa del expandido dolor que nace, una vez más, de la ira producto del temor, de la concupiscencia de los sentidos, del apego al deseo de las cosas, de la codicia de reconocimientos efímeros y, en definitiva, de la desorientación producida por la pérdida del sentido para un vivir con dignidad, en armonía con todo lo que existe, en solidaridad con todos los demás seres y con una trascendencia nacida de la contemplación, de la auténtica experiencia (no de los experimentos) que se adapta a las leyes internas del universo y nos lleva a la plenitud del ser y de la existencia que es la perfecta felicidad a la que todo ser anhela aún sin saberlo.

Nunca el planeta estuvo en una situación tan próxima a la destrucción del ecosistema, a la extinción de millones de personas y a un cambio de paradigma que podría destrozar todos los logros de la humanidad en lugar de abrirse a nuevos modelos que antepongan lo social a lo estatal, lo humano a la tiranía de la tecnocracia y la felicidad al éxito de un crecimiento descontrolado. En el mundo en que nos tocó vivir impera la desigualdad injusta entre los estados, entre los pueblos y aún entre los seres humanos. El medio ambiente no puede resistir por largo tiempo la agresión sistemática y continua que nos lleva al exterminio de las especies, de la vida en los ríos y en los mares, de los bosques y de la tierra con una galopante erosión y desertización, con situaciones de pobreza, de hambre, de enfermedades infecciosas, de falta de hogar, de incultura y falta de educación básica para más de mil millones de personas, de desarraigo para decenas de millones de emigrantes, de trabajo inhumano para millones de niños, de explotación de centenares de pueblos del Sur por unas decenas de pueblos del Norte, de muertes atroces por guerras en las que el número de víctimas civiles ya supera con creces al de los combatientes, de segregación y discriminación para centenares de millones de seres humanos en un mundo en el que es posible remediar todas estas plagas porque son producto de la injusticia de los hombres y porque el planeta es capaz de alimentar a sus habitantes con tal de que se actúe con justicia, con sabiduría, con inteligencia y con solidaridad. Y con sentido común, porque en ello nos va la vida.

Por todo esto, corremos el indudable riesgo de institucionalizar los efectos al silenciar las causas de estas injusticias, de estas discriminaciones y de tanto dolor y marginación de seres humanos con idéntico derecho a una vida digna como cualquier otra persona, ya que somos ciudadanos del mundo convertido en comunidad global y con un destino solidario.

José Carlos Gª Fajardo

Este artículo fue publicado en el Centro de Colaboraciones Solidarias (CCS) el 20/04/2001