Católicos ante gays y lesbianas

Es curiosa y reveladora esa homofobia de la jerarquía católica. Si ponderamos el tiempo y espacios dedicados a temas sexuales en comparación con los dedicados a temas sociales y económicos, que oprimen a la inmensa mayoría de las personas, sentimos un rubor que hubiera escandalizado a Jesús de Nazareth, de cuyo mensaje se han apropiado y tergiversado. Sin embargo, no existe Institución alguna, desde hace doce siglos, con mayor número de reprimidos homosexuales que entre el clero católico. Era el aliviadero de quienes temían su natural inclinación sexual, sobre todo en tiempos en que ésta era perseguida y castigada hasta con la muerte en la hoguera y confiscación de bienes. Aquí le duele.
Muchos transferían sus tendencias a labores de caridad, enseñanza a niños y a jóvenes, mientras podían vivir en un ambiente de varones con faldas. En la mayoría de los casos no se producían agresiones físicas porque lograban controlar o sublimar sus pulsiones.
Seamos honestos, no todos los heterosexuales agreden al sexo opuesto que se les pone en el camino o en el trabajo. Pero para muchos ha sido un infierno y para otros un cazadero impune por la mala conciencia de sus superiores que se atrevieron a dictar una Orden, desde Roma, por la que se ordenaba el silencio más absoluto sobre los casos de homosexualidad entre adultos, de pederastia o de solicitación desde el confesionario. Los obispos tenían que cambiar de destino al culpable y tapar el asunto por todos los medios.
Así ha sucedido desde que antepusieron el celibato obligatorio al matrimonio que prevaleció en toda la historia de Israel, Grecia, Roma y el Islam, de nuestras raíces, y en los primeros siglos del cristianismo. Pero, desde hace unos años, ya no se pudieron tapar las felonías, abusos y ataques a seres inocentes. Lo que sucediese entre personas adultas, sino mediaba acoso, quedaba entre ellas.
La mayoría de los afectados lograban transferir o sublimar sus pulsiones. Antiguamente había muchos heterosexuales que entraban en los seminarios y conventos por afición o por mejora social o por presiones familiares. Los homosexuales encontraban allí un ambiente propicio para vivir a su aire, no padecían violencia, vivían entre hombres y podían realizar todas las labores que entonces se creían propias de las mujeres. Lo de no poder parir hijos lo compensaban con los cuidados a los tiernos infantes de los postulantazos, y en sus colegios para niños. Recordemos que, en monasterios, seminarios y conventos, se aceptaban niños desde los siete años que eran cuidados sólo por hombres. Dicen que los niños necesitan “inexcusablemente” a una pareja de hombre y de mujer como referentes indispensable. Pobres viudas y viudos, madres solteras o parejas separadas.
El problema se agravó en la evangelización en las misiones. Muchos huían de sí mismos pero llevaban consigo sus pasiones. Hacían una meritoria labor de caridad y de servicio, mientras que sentían menos presión social para expresar sus afectos.
Con la eclosión de las libertades fue más difícil mantener los secretos “abominables”, como los denominan, pero que muchos de ellos practicaban.
Intentaron tapar los escándalos en las diócesis de Estados Unidos y Europa con sumas ingentes de dinero. Pero no fue suficiente, dadas las dimensiones y el aprovechamiento de algunas personas sin escrúpulos que vieron ahí una mina.
De Roma partió un Decreto-secreto que reservaba a la Santa Sede todos lo casos de homosexualidad descubierta, y recomendaban “cambiar de destino” al responsable. Pero en los casos de pederastia y abusos dentro de seminarios, sacristías, conventos y movimientos juveniles, se ordenaba el más estricto secreto, bajo pena de excomunión.
Lo que es inadmisible es el ensañamiento con ciudadanos libres que han elegido vivir su opción sexual con libertad y responsabilidad.
No pueden perseguir a quienes tratan de vivir con normalidad lo que practicaron con miedo y sigilo. En los seminarios y noviciados separaban a quienes no podían resistirse a mantener la discreción necesaria o que se pasaban de lo establecido en la práctica. La hipocresía ha sido su patente de corso durante siglos.
La solución del problema pasa por el reconocimiento de un celibato voluntario y temporal así como la validez incontestable del matrimonio de sacerdotes y de obispos, como sucedió durante los primeros siglos. Y entre los apóstoles, y muy posiblemente con el mismo Jesús. El celibato quede para quienes lo elijan y sepan conservarlo sin que sirva de tapadera para abusos inadmisibles.
Si algunos pueden controlar su tendencia, allá ellos, pero tampoco imaginamos a un magistrado, un rector, un embajador, un ministro, un dirigente, a un arzobispo con mitra y báculo haciendo de locaza el Día del orgullo gay. Llaneza y sentido común, que toda afectación es vana, recomendó Cervantes.

José Carlos Gª Fajardo

Este artículo fue publicado en el Centro de Colaboraciones Solidarias (CCS) el 30/07/2010