En Misa y repicando

Este año, en España se han gastado en juegos de azar cerca de 30.000 millones de euros, unos 37.000 millones de dólares. Para hacernos una idea, unos cuatro billones de las antiguas pesetas. Tan sólo en la tradicional lotería de Navidad se han gastado 2.300 millones de euros.

Si tenemos en cuenta que de los casi 160.000 millones de euros de nuestro Presupuesto Nacional, lo destinado a Educación no llega a 2.300 millones de Euros y a la Sanidad no pasa de los 600.000 millones, tenemos ante nosotros un panorama alarmante.

La suerte no desciende del cielo ni el bienestar está escrito en los genes o lo distribuye un inexistente destino. Forma parte de unas estructuras sociopolíticas enraizadas en nuestro pasado colectivo pero animadas por una concepción de la vida que proyecta nuestros anhelos y necesidades en un futuro próximo. Fuera de los casos extraordinarios en los que interviene el azar, la mayor parte de nuestro destino lo preparamos con nuestra actitud y con nuestro esfuerzo. Esa es la clave del karma, recogemos lo que sembramos.

Por eso, nos da que pensar esta pasión por los juegos de azar en los que van a la cabeza los ciudadanos de EEUU, Gran Bretaña, Francia y Alemania. Por lo que se refiere a España, las Fiestas de Navidad comienzan con la Lotería que se transmite el día 22 en directo por todos los medios de comunicación al país entero. Ya desde muy niños asociamos el soniquete de las voces de los niños del Colegio de San Ildefonso que cantan los números con el comienzo de las vacaciones escolares y de las fiestas familiares. Ni los villancicos ni la temperatura, ni los cargantes papás Noel o los casi desaparecidos portales de Belén alcanzan a tan elevado número de ciudadanos con independencia de su edad, sexo, origen, situación social o económica. Los inmigrantes que hoy forman parte de nuestra realidad social participan en los juegos de azar con el resto de los ciudadanos. El juego parece igualar más que la cultura o el deporte. Hasta ha llegado a convertirse en una enfermedad que no pocas veces necesita tratamiento, sobre todo después de que ha golpeado las economías familiares.

No existe familia en la que alguno de sus miembros no juegue algo en este sorteo. Se diría que es como un talismán pero que no garantiza nada. Si preguntamos en nuestro entorno, nadie conoce a quien le haya tocado una gran cantidad de ese dinero capaz de haberle cambiado la vida. No jugamos para ganar pues de hecho muchas veces nos olvidamos de comprobar la quiniela, la rifa o la lotería. Pero la llevamos en el bolsillo y, como decía una persona, “ayuda a aguantar la espera en los semáforos, se aprieta el brazo contra el bolsillo y allí está el boleto”.

De eso se trata, de entretener la espera de una semana para otra, de un día para el siguiente.

Las anécdotas que cuentan los expendedores de loterías son impresionantes. Las tensas caras de los compradores, que hablan en voz baja, piden tal o cual número resultado de extrañas y absurdas combinaciones. No se confiesa dimensión trascendental alguna pero se barajan las más variopintas supersticiones.

En España, este año se agotaron en unos días los números que coincidían con la fecha de las próximas olimpiadas, por las que compite Madrid, y ya en el colmo del absurdo, los números que coinciden con la fecha del matrimonio de los Príncipes de Asturias. Todo esto en un país que en su gran mayoría no se confiesa monárquico.

Acaso no sea más que otra de las muestras de una soledad existencial cada vez más profunda y extendida. De un vacío que no puede llenar un consumismo exacerbado por la publicidad incesante. Ya no se vive para trabajar, que era maldición arcaica, sino que se vive para poder gastar.

Lo más trágico del caso es que si se pregunta en qué emplearían el hipotético dinero conseguido en juegos de azar no son capaces de diseñar un mínimo proyecto de vida fuera de pagar algunas deudas, dar algo a la familia y viajar, sobre todo viajar. No pregunten adónde. De lo que se trata es de huir de una realidad que no satisface a un futuro incapaz de controlar. De hecho, las estadísticas demuestran que la mayor parte de las personas que han ganado algún premio gordo fueron destrozadas por esa tensión de no saber administrarlo y muchos generaron enfermedades, que esas sí, se provocaron a conciencia incapaces de soportar la culpa de haber ganado dinero sin poder disfrutarlo. Habrá que recordar, una vez más, que el derecho a ser felices coincide más con ser nosotros mismos que con amarrarnos más las cadenas de un vivir enajenado.

José Carlos Gª Fajardo

Este artículo fue publicado en el Centro de Colaboraciones Solidarias (CCS) el 21/05/2004