A la vuelta de la esquina

Muchas personas de buena voluntad que quisieran hacer algo por los demás no se creen capaces de hacerlo. Durante muchos años nos han presentado como personas extraordinarias a aquellas que supieron ayudar a los demás. En realidad, son personas como nosotros que supieron descubrir a tiempo que uno no sabe de lo que es capaz hasta que se pone a hacerlo. Un día comprendemos que nos agobiabamos por problemas que perdían su virulencia ante las auténticas desgracias que se descubren cuando nos asomamos a los umbrales de la marginación y de la desesperanza. Uno se pasma de haber estado pasando tantos años junto al dolor y junto a la soledad de los que estaban ahí, "a la vuelta de la esquina".

No hay que calentarse la cabeza buscando ocasiones extraordinarias para hacer cosas grandes. Quizás nunca lleguen esas ocasiones. No existen límites de edad, de sexo o de condición social para practicar la solidaridad. No es preciso ni tan siquiera "ser bueno" para empezar a hacer algo bueno. Aviados estaríamos. Nunca comenzaríamos. Lo que importa es echarse a andar.

Miremos a nuestro alrededor: Unos ancianos que están solos, algún enfermo terminal, alguna familia con algún problema angustioso, alguien que necesita un pequeño servicio. Quizás haya una residencia de ancianos cerca de nuestra casa. Preguntemos qué día y qué hora son las mejores para visitarlos. Podemos ir un par de horas a la semana con una persona amiga. Hablar con ellos, sentarnos un rato a su lado y escucharlos Puede que haya algún hospital cerca de donde trabajamos.

Podemos dirigirnos a la asistente social o a alguna enfermera, preguntarle por los enfermos que no reciben visitas, por los que se sienten más solos o más desdichados. Comprometernos a visitarlos cada semana, aunque sean unos minutos. No se trata de llevarles nada más que nuestro interés y afecto. Acompañarlos, escucharlos, que se sientan queridos por alguien que rompe la rutina de su aislamiento y de su soledad. No hay que aconsejarles nada ni llevarles libros ni regalos. Basta con nuestra presencia afectuosa, con una sonrisa, con un embozo de cama que se arregla o un vaso que se acerca o una mano que se mantiene entre las nuestras o unas flores que se cambian. Es todo tan sencillo. A veces, nos reciben con un cierto desconcierto que parece hostilidad. No hay tal. Es sorpresa y timidez. No están acostumbrados. Regresemos a la otra semana y a la otra. Comprobaremos que nos esperan. Es preciso ser prudentes, pacientes, no hacer preguntas innecesarias. Sobre todo, saber escuchar. No intentar cambiar nada ni arreglar nada.

Basta con que se sientan acompañados y queridos, sin más. Unas amigas mías, van un día a la semana a una residencia de tercera edad y lavan la cabeza, peinan y acicalan a las viejitas. Les arreglan las manos, les dan algún masaje en la cabeza o en la cara. Son peluqueras ambulantes. Las esperan con verdadera ilusión y, mientras las arreglan, les hablan, las escuchan y llevan alegría a aquel lugar. Asilos, hospitales, orfanatos, hogares de subnormales, clínicas siquiátricas, comedores sociales para los sin hogar, es inmensa la lista de posibilidades. Sólo hay que animarse y se da uno cuenta de que es más fácil de lo que suponíamos. Es la experiencia de compartir la soledad de los demás, su marginación y su abandono.

Nunca es tarde para comenzar. Ahora es el momento. Siempre se pueden sacar dos horas a la semana de cualquier actividad. No hacer más. Así no nos cansaremos y podremos ser fieles a esa cita con lo mejor de nosotros mismos: el que nos necesita y se agarra a la mano que le tendemos, abierta y pobre, pero generosa.

José Carlos Gª Fajardo