Contracultura de la solidaridad

El Parlamento asturiano aprobó un proyecto de ley por el cual se reconoce como un derecho de los ciudadanos la prestación por la Administración pública de aquellas atenciones de asistencia social que se consideran básicas.
Se trata de un derecho adquirido de los ciudadanos equiparable a la asistencia sanitaria y a la enseñanza. Esos servicio sociales serán de obligada prestación por la Administración autonómica para lo cual se han comprometido los presupuestos necesarios para garantizar mejoras concretas en la calidad de vida, impedir la exclusión social de los sectores más desfavorecidos e impulsar el bienestar social. La infancia y la juventud, las mujeres y los ancianos, los discapacitados y la población en riesgo de marginación, los inmigrantes y los desempleados serán algunos de los grupos beneficiados. Y no por caridad, benevolencia, limosna, generosidad o filantropía. Sino por el reconocimiento de unos derechos fundamentales.
Esta disposición constituye un punto de inflexión en la legislación española y aun europea, porque reconoce como derecho subjetivo lo que hasta hora era una prestación discrecional.
En estos tiempos de campañas electorales para municipios y autonomías nos alegra conocer este proyecto de ley de una administración autonómica, en lugar de la lluvia de promesas que nos hacen los candidatos, como si pudieran cumplir la mitad de lo que prometen. Deberíamos poder llevar ante los tribunales a los candidatos que no cumplen lo prometido.
El tema es trascendental: se trata de reconocer que la solidaridad no es sólo un sentimiento, una virtud o un ejercicio de los valores, sino una categoría antropológica del ser humano. Porque no vivimos sólo con sentimientos, es preciso actuar. Pero si lo único que nos mueve es la compasión, lo abandonaremos ante cualquier dificultad. La compasión no produce la fuerza suficiente para perseverar. Es preciso el compromiso social.
Estamos ante un derecho por ser personas. No por haber cotizado a la seguridad social, o por haber constituido un fondo para la vejez. Ni por tratarse de un ciudadano español con ventaja sobre un inmigrante o sobre una persona sin papeles, o sin otras trabas administrativas.
El ejercicio del desarrollo integral de la persona y de la sociedad no compete en exclusiva ni al Estado ni a los partidos políticos ni a las diversas confesiones religiosas. Es el ser humano y sus opciones libres quienes deben de ser los protagonistas de su desarrollo integral. Siempre cabrá la cooperación pero nunca la imposición que no respete la libertad, la conciencia, la justicia y el derecho fundamental a la felicidad.
De ahí la necesidad de reconocer ese derecho que tienen los más desfavorecidos a las prestaciones por parte de las administraciones públicas que gestionan nuestros impuestos.
En medio de tantas amenazas de guerra y de una sociedad consumista debemos celebrar esta magnífica noticia.
Esta es la contracultura de la solidaridad que se abre camino por encima de modelos de desarrollo deshumanizados. Si en la comunidad autónoma asturiana han podido, nosotros todos podremos exigirlo a nuestros gobernantes.
La solidaridad tiene un fundamento antropológico que va más allá de las circunstancias presentes porque radica en la índole sociable de la especie humana.
El auténtico voluntario social, cuando supera la fase de emotividad, sentimiento, compasión y necesidad de consolar, se aplica a restaurar la situación percibida como injusta.
La solidaridad como práctica arranca de una concepción radical del modo de ser humano como sociable. Las personas se unen porque todas se saben responsables unas de otras.
Durante siglos, no era evidente la equiparación en derechos entre el hombre y la mujer, la no discriminación por sexo, color de la piel o religión, ni se reconocía el derecho de todos los seres humanos a una alimentación suficiente, a la sanidad, a la educación, a la justicia o a una paternidad/maternidad responsables, ni a formar un hogar de acuerdo con los dictados de su corazón. Lo que con el tiempo fueron reconocidos como derechos fundamentales de la persona no formaban parte de las categorías antropológicas que preceden a toda formulación del derecho o al mismo reconocimiento por parte de la comunidad.

José Carlos Gª Fajardo

Este artículo fue publicado en Marzo/Abril de 2003.