El fuego no se apaga

En un pequeño jardín de la sede de Naciones Unidas en la ciudad de Nueva York hay una inscripción que me gusta mucho: "Mejor que maldecir las tinieblas es encender una vela".
En estos tiempos de confusión y ante el peligro real de una guerra de devastadoras consecuencias, es bueno alumbrar esperanzas concretas.
Nuestro amigo y maestro, Raimon Panikkar, nos repite en el prólogo del Manual del Voluntario que la esperanza no es de futuro sino de lo invisible.
Por eso, es preciso hacer algo de luz en dondequiera que nos encontremos: para acoger al que llega o al que aguarda, para dar calor sin esperar nada a cambio, por el placer de compartir. Esta fue la enseñanza que recibí del Abbé Pierre cuando, a los diecisiete años, lo conocí en Los Traperos de Emaús, en París.
Un día en que yo terminé con diligencia mi trabajo de separar los sacos de papel que me pusieron delante en sus cubos correspondientes, se acercó y me dijo: “Si vas tan deprisa los demás corren el riesgo de quedar por el camino. No hay una cosa tan urgente como compartir.” Nunca lo olvidé.
Más tarde, Dominique Lapierre me hizo comprender la sabiduría de un proverbio indio: “Lo que no se comparte, se pierde”.
Muchas veces he contado los orígenes de esta organización, pero es bueno repetirlo para que lo conozcan los nuevos y también para que no se pierda el espíritu que nos mueve y, siempre, nos ha movido en Solidarios, fascinados por interesantes teorías, pero quizás ajenas a nuestra manera de ser y de actuar, formar voluntarios sociales para servir a los más necesitados de la sociedad y preguntarnos por las causas de su marginación para aportar proyectos alternativos que ayuden a cambiar las situaciones de exclusión y falta de derechos humanos, no sólo nuestro imprescindible testimonio.
Solidarios nació hace ya más de catorce años en la Universidad y en ella tiene su sede, y desde la misma nos abrimos y acogemos a cuantos quieran arrimar el hombro y echar una mano, pero sin olvidar nuestras señas de identidad.
Es cierto que hay otras muchas formas de servir y de trabajar, por eso, felizmente, existen tantos movimientos humanitarios alternativos. Que cada uno se acomode donde mejor pueda desarrollar sus capacidades y sentirse a gusto.
Nunca hemos pretendido ser una organización grande ni poderosa pues siempre nos hemos movido convencidos de que “no es cuanto más, mejor sino cuanto mejor, más”.
Mi padre solía decir: “el que no esté cómodo, que se ponga”. Hay tanto por hacer y es tan grande la arada que no tiene sentido estar a disgusto en una actividad de entrega a los demás elegida libremente.
Desde siempre animé seminarios en la universidad vinculados a mi asignatura. Nos ocupábamos de reflexionar sobre lo que se estudiaba en los libros aplicado a la realidad de cada día en nuestro país y en el resto del mundo, pues todo está relacionado y somos responsables solidarios unos de otros.
Una tarde, me telefoneó un alumno de uno de esos seminarios, que este año volvemos a poner en marcha, para decirme que lo llevaban a la prisión de Segovia para cumplir una larga condena... y que no le fallase.
Yo nunca había entrado en una prisión, ni como inquilino ni como letrado. Al cabo de un par de semanas, los responsables de ese Centro penitenciario me acogieron y facilitaron mi trabajo con ese alumno, y con todos los demás que se fueron incorporandose al aula de cultura que surgió allí y a la que tantas otras seguirían después en ´esta y otras c´´arceles en toda España.
Empezaron a acompañarme voluntarios y, después de ese servicio, comenzaron a surgir otros a los que nos llamaban. Es propio del estilo de Solidarios no ser enviados a ningún sitio sino acudir a donde nos llaman, como la sangre acude a los bordes de la herida.
Los estudiantes discapacitados fueron otra de nuestras tareas más apremiantes, y los ancianos que viven en soledad, los enfermos terminales, los drogadictos, las personas sin hogar, los menores en riesgo, las mujeres maltratadas, los inmigrantes y el largo etcétera que todos conocéis y que os ocupa.
Desde el principio, nos negamos a tener bienes inmuebles pues mi conocimiento de la historia me enseñaba que los más auténticos movimientos de generosidad terminaban dependiendo de sus posesiones. Así, acudimos adonde nos llaman, procuramos servir lo mejor posible y, cuando no nos necesitan, nos marchamos a otra parte.Para acompañar en el camino, para denunciar las injusticias y para aportar esperanza alumbrando una sencilla luz en lugar de maldecir las tinieblas.
Y todo esto, sin resentimiento ni amargura, con una sonrisa y con los brazos abiertos.

José Carlos Gª Fajardo

Este artículo fue publicado en Septiembre/Octubre de 2002.