La revolución del voluntariado
Ante el nuevo milenio, el Dalai Lama envía un mensaje a toda la humanidad. En “El arte de vivir en el nuevo milenio”, dice, “apelo a ti para que te asegures de hacer que el resto de tu vida esté cargado de sentido. Este empeño consiste en poner en práctica tu preocupación por los demás. Tan sólo podemos emplear bien el presente”. Como el futuro no es una realidad, sino una hipótesis, es posible considerar cada instante como el primero de lo que nos resta de vida. No se trata de “cuanto más mejor, sino de cuanto mejor, más”. Si cuando llegue el último día, podemos comprobar que hemos llevado una vida plena, llena de sentido, tendremos algún consuelo. Por eso, siempre es posible la esperanza, porque ayuer tampoco es una realidad que pese, sino memoria que se esfuma. Asumiendo las consecuencias de nuestros actos, sin ira ni remordimientos, sino con el corazón a la escucha y los brazos extendidos para acoger y ser acogidos. Debemos comportarnos de forma responsable y con compasión por los demás. La compasión, como la justicia, la solidaridad, el ejercicio de la libertad, la amabilidad y todas las virtudes son imposibles sin la relación con los demás. Este comportamiento obedece a nuestros intereses porque es la fuente de toda felicidad y alegría duraderas, y es el fundamento para tener el corazón de las personas que actúan movidas por el deseo de ayudar a los demás. Nuestra felicidad está unida a la felicidad de los demás. Es imposible ser feliz a solas. Por medio de la amabilidad, del afecto, de la honestidad, la verdad y la justicia hacia todos los demás logramos nuestro propio beneficio. Es un asunto de sentido común, afirma el Premio Nobel de la Paz y líder espiritual respetado en el mundo. “Podemos rechazar todo lo demás, la religión, la ideología y la sabiduría recibidas de nuestros mayores, pero no podemos rehuir la necesidad de amor y compasión. Esta es mi religión verdadera, mi sencilla fe. No es necesario un templo o una iglesia, una mezquita o una sinagoga; no hay necesidad ninguna de una filosofía complicada, de la doctrina o dogma. El templo ha de ser nuestro propio corazón, nuestro espíritu y nuestra inteligencia. El amor por los demás y el respeto por sus derechos y su dignidad, al margen de quiénes sean y de qué puedan ser: en definitiva es esto lo que todos necesitamos”. En la medida en que practiquemos esas verdades en nuestra vida cotidiana, poco importa que seamos cultos o incultos, que creamos en Dios o en el Buda, que seamos fieles de una religión u otra, o de ninguna en absoluto. En la medida en que tengamos compasión por los demás y nos conduzcamos con la debida contención, a partir de nuestro sentido de la responsabilidad, seremos felices. Poco a poco seremos capaces de reordenar nuestros hábitos y actitudes de modo que pensemos menos en las preocupaciones propias y más en las ajenas. Con amabilidad, con valentía, con la confianza de que al hacerlo nos aseguramos el éxito, acojamos a los demás con una sonrisa. Procurando ser imparciales, tratemos a todo el mundo como si fueran amigos. “Todo esto no lo digo en calidad de Dalai Lama. Hablo solamente como un ser humano; como alguien que, igual que tú, desea ser feliz y no sufrir”. Si en pleno disfrute del mundo disponemos de un momento, tratemos de ayudar a los más desfavorecidos y a los que no se bastan por sí solos. Sin dar la espalda a los mendigos y a los que no están bien sino evitando considerarlos inferiores a nosotros. No debemos tenernos por mejores que un mendigo. Cuando estemos en la tumba seremos como él. “No cabe duda de que es necesaria una revolución, pero no está una revolución política, económica ni siquiera técnica. Lo que yo propongo, afirma el Dalai Lama, es una revolución espiritual, y ésta entraña una revolución ética”. Y los voluntarios sociales decimos, con una amplia sonrisa: ¡De acuerdo! ¡Adelante! Vamos de camino. |
José Carlos Gª Fajardo