Cazadores primitivos y enterramientos

Lo sagrado, lo numénico o misterioso, es un elemento de la estructura de la conciencia, no un estadio de la historia de esa conciencia. Parece que, en los niveles más arcaicos de la cultura, el vivir del ser humano es ya de por sí un acto religioso, pues alimentarse, ejercer la sexualidad y trabajar son actos que poseen un valor sacramental. Mircea Eliade apoya su argumento en la dificultad de imaginar cómo podría funcionar el espíritu humano sin la convicción de que existe algo irreductiblemente real en el mundo; y es imposible imaginar cómo podría haberse manifestado la conciencia sin conferir una significación a los impulsos y a las experiencias del hombre. La conciencia de un mundo real y significativo está íntimamente ligada al descubrimiento de lo sagrado. En la historia de las creencias, toda manifestación de lo sagrado es importante; todo rito, todo mito, toda creencia refleja la experiencia de lo sagrado y por eso implica las nociones de ser, de significación y de verdad. Se trata de la realidad real de que hablan todos los místicos, maestros, chamanes, hechiceros (no los brujos) y hombres sabios en todas las tradiciones religiosas de la humanidad para distinguirlas de todo lo demás desprovisto de esas cualidades, del fluir caótico de las cosas, de sus apariciones y desapariciones vacías de sentido. Sin que pueda hablarse de un estricto orden cronológico, se pueden seguir las manifestaciones de esas experiencias en los soportes de las diferentes culturas. Mircea subraya la unidad fundamental de los fenómenos religiosos junto a la inagotable novedad de sus expresiones.

La incultura religiosa es un fallo enorme en la formación del hombre moderno, que se desgaja de unas estructuras religiosas determinadas, porque ya han perdido para él su sentido, y se encuentra desarraigado y perdido en una soledad existencial cuando podría recuperar en todo momento el sentido profundo de un vivir en armonía con todos y con todo.

Las estructuras, como los andamiajes, no son más que eso; llega un momento en el que el hombre ha de enfrentarse desnudo ante su destino y atreverse a saber, a crear y a jugar pues, en no pocas tradiciones, la vida es un juego que se descubre demasiado tarde.

Así hay una unidad perceptible y enriquecedora que va desde los himnos védicos, los Brahmanas y las Upanishads, después de haber pasado por las creencias del Paleolítico, el Megalítico, Mesopotamia y Egipto. Se puede percibir alentando en Sankara, en el tantrismo de Milarepa, en Zaratustra, Buda y el taoísmo, en los misterios helenísticos, en el cristianismo, el Islam o en el gnosticismo, la alquimia, la cábala o la mitología del Grial; o allende el océano en Quetzalcoatl, Viracocha o en los apasionantes ritos del vudú afroamericano. Lo que importa es no perder de vista la unidad profunda de la historia del espíritu humano. "La conciencia de esta unidad de la historia espiritual de la humanidad -dice Mircea- es un descubrimiento reciente, no del todo asimilado aún", sobre todo por las castas sacerdotales de eunucos que se pretenden custodiando un arcano en el que encierran a sus dioses. La liberadora experiencia de que en el Arca de la Alianza que llevan por el desierto no había nada, como en la cima del Horeb, o del Olimpo, del Khailasa o del Tabor. O en otras arcas idolátricas bien cercanas a nuestra cultura. La realidad real no está allí ni aquí, arriba ni abajo, dentro o fuera, es todo en todas las cosas. De ahí que el gran descubrimiento del sabio y de la persona sencilla ya se narra en el shivaísmo de Cachemira: "El gran secreto es que no hay secreto". Y que la muerte de Dios fue un formidable acontecimiento que nos preparó para atravesar el camuflaje de lo sagrado identificado con lo profano. Probablemente, la más profunda experiencia de lo divino nos la proporcionen los "ateístas", más que ateos, que se atrevieron a limpiar las cuadras del argonauta Augias de todo el estiércol acumulado; como hiciera Hércules desviando los ríos Alfeo y Peneo. Y no es un juego de palabras. Juan de la Cruz, al igual que los maestros Zen, sufíes o los auténticos chamanes, convienen en el famoso "neti, neti" "ni es esto ni es lo otro". Como en el Tao, "el que habla no sabe, el que sabe no habla", pero se pueden transmitir experiencias que alumbren el sendero que no se puede recorrer más que a solas. Aunque, por supuesto, pueden ayudar las muletas de cualquiera de las auténticas tradiciones, que no de las supersticiones o de las enfermizas fantasías de las sectas. Pero sin olvidar que todas y siempre no dejan de ser más que eso, muletas; de las que puede y debe desprenderse un espíritu liberado.

Simbolismo de los enterramientos

Quisiera detenerme en la "domesticación del fuego", producirlo, transportarlo, conservarlo, pues señala la separación definitiva de los paleantrópidos con respecto a sus predecesores zoológicos. El "documento" más antiguo data de Chu-ku-tien (unos 600.000 años antes de Cristo) pero ha debido producirse mucho antes y en muchos lugares diversos. El hombre prehistórico mata para sobrevivir y establece una relación especial con la sus víctimas; dar muerte a una fiera cazada o a un animal domesticado equivale a un sacrificio en el que las víctimas son intercambiables. Esta experiencia fundamental se ha conservado a través de los siglos disfrazada en las culturas más diversas. La creencia en una vida más allá de la muerte parece estar demostrada por el uso del ocre rojo, sustitutivo ritual de la sangre, y por ello símbolo de la vida en los cuidados enterramientos del Paleolítico. Y en la costumbre universalmente difundida de espolvorear con ocre rojo los cadáveres.

El emplazamiento de los enterramientos y la colocación de los restos ofrece indudable testimonio de la esperanza de un renacimiento. Siempre orientados hacia el Este, indican la intención de solidarizar la suerte del alma con el curso del sol. Hay infinidad de mitos entre las religiones más alejadas entre sí. Existen rituales funerarios, objetos simbólicos, dibujos y colores así como la equiparación de las ofrendas "alimento para la muerte", con el acto sexual. Para los indios kogis de Colombia, la tumba se identifica con el útero de la madre tierra y, por consiguiente, constituyen una simiente que fecunda a la Madre.

Los cazadores primitivos creen que el hombre puede transformarse en animal, por eso cultivan misteriosas relaciones entre una persona y su animal totémico (nagualismo). Los enterramientos de animales son muy curiosos, la colocación de los cráneos y de los huesos largos en lugares elevados tiene un valor ritual; así como ofrecer a los seres supremos un bocado del animal al que se ha dado muerte. Todavía se conserva entre los cazadores modernos el ritual de embadurnar al joven cazador que ha dado muerte a su primera presa con la sangre y las entrañas del animal, al igual que se hace en muchos pueblos primitivos. Si el animal se ha destacado por su fiereza, por su lealtad y su valentía, se le cortan los genitales para ser devorados ritualmente y hacerse con la fuerza del bravo animal. En nuestros días, no pocos toreros, cuando han matado a un toro noble, con casta y que embistió bien, mandan a su mozo de espadas al desolladero para que le traiga las criadillas que cenará esa noche. Esa relación con el toro bravo llega a extremos de un profundo erotismo como han narrado muchos toreros que se han atrevido a hablar de sus experiencias íntimas después de haber leído la descripción que Juan Belmonte hizo de sus noches de lunas, cuando toreaba desnudo y furtivo en las dehesas. Hacer lunas y sentir una profunda identificación con el animal es un tema para iniciados.

La importancia de una idea religiosa arcaica se confirma por su capacidad de sobrevivir en épocas posteriores.

José Carlos Gª Fajardo

Este artículo fue publicado en Diario 16 como parte de la Serie 'Creencias' el 19/01/2001