¿Existe África?

A punto de concluir su periplo en torno a África, Peter Marshall buscó un sentido para sus experiencias en ese continente ya que es preciso comprender las causas de sus dificultades presentes antes de intentar considerar posibles vías de solución para las mismas. Y apuntó unas ideas que vienen a mi mente como puntos de reflexión en mi viaje al corazón de África. Son distintas de los estereotipos acuñados, de los lugares comunes y de las reiteradas imágenes que los medios de comunicación repiten sin cesar para adormecer nuestras conciencias y hacernos creer en un fatalismo histórico o en una predisposición racial que incapacita a los pueblos africanos para un desarrollo integral, al considerarlos, de entrada, en perenne minoría de edad: "como no saben lo que les conviene ni tienen la madurez necesaria para tomar en sus manos las riendas de su destino, siguen necesitando de la protección y tutela del hombre blanco".
El gran experto en temas africanos, Basil Davidson, afirma que "la experiencia de África y de los pueblos africanos es única e irreemplazable". Y cita las palabras que la princesa inglesa María Luisa escribiera hace unos 75 años: " Es una tierra maravillosa. ¿Cuál es su hechizo? Se adueña de uno y, una vez que se ha sentido su poderoso influjo, nunca se puede olvidar". En su Historia de África, Davidson se enfrenta con valentía y conocimiento a lo que tantos estudiosos y amigos de los pueblos africanos denominan "el gigantesco malentendido". Confundiendo mitos y realidades, se multiplicaron leyendas que, en cierto modo, han quedado como fundamento de tantas actitudes del moderno racismo que sostiene que "los negros, por su propia naturaleza, son inferiores a los blancos", como había llegado a afirmar el filósofo escocés David Hume. Antes de seguir adelante, hay que decir, de una vez por todas, que el racismo es anticientífico porque parte de una premisa falsa: la aplicación a los seres humanos de la división en "razas" cuando no constituimos más que una sola raza.
Davidson recoge una serie de afirmaciones que han venido transmitiéndose sin el menor análisis crítico desde el siglo XVIII. Así, el filósofo escocés David Hume añadía sin el menor conocimiento: "Nunca hubo nación civilizada de tal complexión, ni siquiera individuo alguno que sobresaliera por sus actos o especulaciones. No se dan entre ellos fabricaciones ingeniosas, ni artes, ni ciencias..." Nada menos que el gran filósofo idealista alemán, Guillermo Federico Hegel, llegó a escribir, en 1831, en los "Discursos a la nación alemana": "El negro representa al hombre natural en su estado completamente salvaje e indómito. No hay nada que armonice con la humanidad en este tipo de carácter. Terreno es éste en el que abandonamos África para no volver a mencionarla; pues África no forma parte histórica del mundo." Hegel jamás había estado en el continente africano ni había conocido a personas africanas que no fueran criados del servicio doméstico. La realidad era que éste era el lugar común para europeos y americanos que se apoyaban en la autosuficiencia de la revolución industrial que parecía ser el privilegio de los pueblos de piel blanca. Pasan por alto la inconmensurable aportación de pueblos de otros continentes al progreso de la humanidad en sus diversas civilizaciones: las riquísimas culturas chinas, hindúes, mesopotámicas, y aún de los mismos pueblos de la América precolombina, son contadas entre las grandes aportaciones. A la incuestionable civilización egipcia, hasta hace unos años nadie la consideraba africana sino que parecía una especie de galaxia extraterrestre.
De este modo, no es de extrañar, como veremos a lo largo de nuestra reflexión, que los primeros exploradores europeos fortaleciesen estas disparatadas ideas que perduraron hasta nuestros días, en que profesores, como el notable Ki-Zerbo en su Historia de África, y otros muchos demostraran lo radicalmente falso de estas actitudes. Baste como muestra lo que escribía, en 1860, el famoso capitán Richard Burton: "El estudio del negro es el estudio de la mente rudimentaria del hombre. Parecería una degeneración del hombre civilizado más que un salvaje que accede al primer escalón si no fuera por su total incapacidad para mejorar. Todo indica que pertenece a una de esas razas aniñadas que, sin elevarse nunca al estado de hombre, se desprenden como eslabones gastados de la gran cadena de la naturaleza animada." No se pueden decir más barbaridades ni más crueles. Son falacias sin el menor apoyo en el sentido común ni en la ciencia. Por eso, los estudiosos abordaron en los últimos cuarenta años la historia desvelada del desarrollo humano de África y del diverso talante, como señala acertada y documentadamente Davidson, con el que los blancos han considerado a los negros desde la antigüedad hasta nuestros días. Las obras de este autor, así como las del Profesor Ki-Zerbo, son de obligada consulta y un verdadero regalo para el espíritu. Entre nosotros, de lengua española, son imprescindibles los formidables trabajos del profesor Ferrán Iniesta así como los de otros jóvenes africanistas.
Aún a riesgo de desmitificar a los famosos exploradores que abrieron la geografía de África a los ojos europeos en el siglo XIX, no vacilaremos en recoger las expresiones racistas y erróneas que, en gran parte, motivaron sus indudables proezas. Recordemos a sir Samuel Baker que, en 1865, expresó una opinión muy extendida en Europa refiriéndose a los pueblos dinka del alto Nilo: "son inferiores a los animales: su naturaleza no es ni tan siquiera comparable a la del noble perro... carecen de gratitud, de amor y de compasión" (sic). Los dinka son uno de los pueblos más importantes dentro del grupo nilótico. La altura media de los hombres es de 1:90, “su carácter es generoso, abierto y jovial”, dice Leo Salvador que añade “todo su esfuerzo imaginativo se encuentra en los adornos masculinos y femeninos. Sin embargo, es muy rica la narrativa oral, que evoca la historia de su tribu y de sus héroes. Aprecian la familia y tienen muchos hijos.” Son característicos los profundos tatuajes en torno a la cabeza a los que se someten al llegar a la pubertad como signo de valor y de capacidad de asumir el desafío de la naturaleza hostil en la que, desde hace siglos, desarrollan su vida pastoril.
Tienen profundas creencias religiosas y sostienen que la ley moral viene dada por Dios, creador del mundo, y que toda culpa contra la familia, la comunidad o la naturaleza debe ser expiada voluntariamente o recibirán un castigo. Son famosos, aparte de por su piel muy negra y porque se tiñen de rojo su rizado pelo, por la costumbre de descansar una pierna sobre otra mientras se apoyan en una lanza cuando cuidan sus ganados. Lo hemos visto también en los elmoranes masais. También es característica una maza de madera dura con un mango de 80 centímetros y que sirve como arma y como objeto ritual. Es muy significativa una tradición inveterada de los dinka: en su antigua democracia ninguna familia está autorizada a poseer más bienes que los que poseían las demás familias. Como la tierra es muy pobre es preciso que alcance para los ganados de todas las personas. No se concibe la propiedad de la tierra y, al igual que sucede en el pueblo pokot que viven en tierras de Kenia, sus leyes están asentadas más en la idea de compensación que en la de retribución.
Es, pues, preciso distinguir los descubrimientos geográficos y científicos de las tendenciosas afirmaciones sociológicas y culturales que nacían de la ignorancia acerca de las culturas de los pueblos africanos y de los prejuicios que se apoyaban en el imperialismo que los animaba y sostenía. No fue así cuando emprendieron la conquista de la India o la de China o de Camboya o de Tailandia o de Laos o de Malasia o de Mesopotamia o de Egipto, por no citar más que unos cuantos casos bien notorios. Pero es inadmisible que todavía en nuestro siglo se sustenten teorías apoyadas en prejuicios desmontados por los datos de la historia, de la fenomenología, de la sociología, de la antropología y de tantas otras ciencias que hoy no es admisible ignorar. Y si esos prejuicios informaron actitudes perversas, la razón y la justicia obligan a reparar afirmaciones que informan conductas racistas inadmisibles y muy dañinas.
Este sofisma está en la base de todos los documentos que trataron de explicar la conquista, la cristianización, la civilización europea, la colonización y los protectorados de esos pueblos sin distinguir ni respetar sus señas de identidad, su historia, sus culturas, ni el medio en el que desenvolvieron sus vidas. Los dominadores-protectores (como se vio en la Conferencia de Berlín 1884-85) partieron de sus intereses económicos y estratégicos haciendo caso omiso de la realidad de esos pueblos, a los que saquearon y explotaron bajo diversas figuras seudojurídicas, pero encubiertos bajo las expresiones de "filantropía, misión civilizadora, cristianización y apertura de mercados".
Partimos del hecho, ya admitido, de que las dificultades presentes: regímenes dictatoriales, militarismo, corrupción en los cuadros, crisis económica, guerras civiles y desastre ecológico, tienen su origen, en gran parte, en los años del colonialismo europeo. Y en la precipitada y forzada independencia de muchos de los nuevos Estados, a veces, en contra de la razón, de la evidencia y de la historia. La consideración de África como un salvaje y oscuro continente, en el que la vida es peligrosa, embrutecedora y muy corta, es un mito montado por los primeros colonizadores y exploradores, así como por no pocos misioneros (léanse las cartas de los franciscanos desde Costa de Marfil en el siglo XVIII), para justificar su dominio. Lo que los invasores extranjeros denunciaron como superstición, embrutecimiento e ignorancia, magia negra y ritos demoníacos, es considerado hoy por los expertos en sociología, en fenomenología de las religiones y en antropología, como sistemas muy coherentes y, en muchos casos, avanzados en relación con las culturas donde se desarrollaron y en el medio donde expresaron su diálogo con la realidad cósmica.
En un mundo en el que los recursos son limitados y la lucha por la subsistencia tiene que tener en cuenta las necesidades del medio ambiente, era práctica común el no tomar más que lo necesario y tratar de restaurar la armonía de la naturaleza. Lo que, para Occidente, fue una evolución en la concepción de la justicia, el "ojo por ojo y diente por diente", en la sociedad masai y en otras muchas de larga tradición en África, la justicia no se basaba jamás en la venganza, sino en la restauración de la armonía social vulnerada por el delito. De ahí que los ancianos buscaran siempre una reparación en especie, cabezas de ganado, o en una prestación comunitaria en otros pueblos, siendo rara la aplicación de la pena de muerte. Es muy elocuente, a este respecto, una máxima de los bemba, de Zambia: “Es bueno encontrar un panal de abejas en la selva, y aún es mejor encontrar dos; pero si encuentras tres, eso es brujería”. Y la comunidad lo castigaba por su codicia porque entendían que si has encontrado dos panales y sigues buscando y te apoderas del contenido de un tercero, apropiándote de la miel que correspondería a otra persona, ya no actúas con un corazón puro. A eso, en su lenguaje tradicional denominaban brujería.
Es falsa la generalización de que, en las sociedades africanas precoloniales, sólo imperaba el caciquismo, el sometimiento al jefe de la tribu o al rey. El mismo concepto, tan absurdamente generalizado, de "tribalismo" hoy se toma con mucha más prudencia y acercamiento a la realidad que conoció instancias superiores y anteriores a la tribu, término más bien acuñado por los colonizadores para esconder su ignorancia de las lenguas, de las creencias y de los códigos de conducta de unas sociedades, a veces, muy evolucionadas con controles y equilibrios de poder para controlar al ejecutivo. La participación popular en la toma de decisiones era más grande de lo que se ha dicho. Los jefes rendían cuentas y podían ser depuestos y sancionados con arreglo a códigos establecidos. En general, por tribu se entiende un grupo de personas o familias que hablan una misma lengua, reconocen un ancestro común y están unidas por relaciones de parentesco, aunque a veces, sea preceptivo buscar esposa en otro clan para mantener un sólido entramado de alianzas. Como sucede con los fang que es uno de los grupos bantúes más fuertes y de los más numerosos pues superan los veinticinco millones de personas extendidos por Camerún, Guinea Ecuatorial y norte de Gabón.
Si metodológicamente es útil clasificar a los pueblos africanos por sus troncos comunes en bantúes, nilóticos o sudaneses hay que señalar que el mestizaje ha sido continuo durante siglos y que, unos y otros, se han influido y enriquecido mutuamente. Podemos intentar seguirlo por la vía del lenguaje, de los rasgos físicos, de las tradiciones religiosas y de las costumbres pero siempre abiertos a las múltiples influencias porque no existen etnias puras ni, por supuesto, una única raza negra. Partimos de que en el continente africano se encuentran los negroides (pigmeos), los bosquimanos y hotentotes (o grupos de habla “clik” por el chasquido linguo-palatal que emiten al hablar), los camitas (que penetraron desde el Este y se distinguen: libios, beréberes y tuaregs, por un lado; y egipcios, amhara y somalíes, por otro), los semitas (árabes que penetraron como conquistadores a partir del siglo VII) y aparte de asiáticos y europeos, Leo Salvador, en su didáctica síntesis que seguimos, habla de los dos grandes grupos de negros: los negros y los nilo-camitas.
Los calificados como Negros son los que representan la mayor pureza en las características de la denominada raza negra que se dividen en dos grandes grupos: los Negros sudaneses que ocupan la franja subsahariana que va del Atlántico al Mar Rojo (malinké, wolof, hausa, senufo, dogón, sara, bambara, azande y mangbetu; los pueblos árabes y beréberes mezclados con ellos dieron lugar a los peul y a los shongay) y los Negros guineanos que se extienden a lo largo de la costa desde Guinea al Congo (kissi, bassari, yoruba, ewí, ibo y ashanti).
Luego, están los Nilo-Camitas que son el resultado de la mezcla entre unos y otros. Se dividen en tres grandes grupos: Nilóticos (dinka, acholi, nuba, shiluk, nuer y batutsi), Nilo-camitas (masai, turkana, samburu, borana, rendile, pokot y karimoyón) y Negro-camitas o Bantúes que es el grupo más numeroso y más difundido por todo le continente que superan el centenar de millones y entre los que destacan los fang, luba, bemba, bahutu, meru, kikuyo, zulú, shona, xosa, ndebele, sotho macua, makonde y herero, entre otros muchos.
Cualquier simplificación es impertinente y fuente de toda clase de errores y de injusticias pero que estoy de acuerdo con Leo Salvador cuando destaca unos elementos culturales muy característicos que es preciso tener presentes al proceder a cualquier clasificación: Un estrecho contacto con la naturaleza. Viven en armonía con ella y no son esclavos de la técnica. Supremacía de lo social y comunitario frente al interés individual. Expresión oral, que tiene como instrumento principal la palabra y por archivo la memoria. Sentido de lo sacro. Sus tradiciones reflejan una visión religiosa del mundo. Junto a esto, yo añadiría una natural sensualidad junto a un sentido del ritmo innato y una alegría que se expresa con la misma espontaneidad que las demás emociones.
El sistema de tribus de diferentes etnias fue fomentado por los colonizadores para oponer unos pueblos contra otros y poder dominarlos mejor. Este proceso lo hemos visto hasta nuestros días culminado en el apartheid de Sudáfrica y en las matanzas étnicas de Ruanda, Burundi, Uganda y Zaire; sin olvidar los enfrentamientos de otros pueblos bajo la égida de bastardos de la guerra (algunos les llaman ‘señores’) sostenidos o abandonados, según su utilidad del momento, por las potencias, hoy empresariales, que sustituyeron a las metrópolis en el trabajo sucio de mantener sus intereses. Como el general De Gaulle conminó a su Gobierno, Inglaterra y Bélgica a los suyos y Portugal habría de hacer para mantener su tiranía y explotación de tierra calcinada casi hasta finales de este siglo. Hoy mismo podemos seguir con claridad meridiana la línea de intereses de las grandes compañías como Elf Aquitaine, Angloamerican, Chevron, Shell, Total y Gulf con sólo seguir la cadencia de los conflictos que no vacilan en anunciarnos. Kabila negoció con los representantes de las grandes compañías diamantíferas, de minerales y de hidrocarburos sudafricanas y off-shore cuando todavía estaba en Lubumbashi, en Kathanga, y carecía de personalidad jurídica y de titularidad política para obligar y comprometer a un país en el que no era más que el jefe de una facción rebelde. Las hemerotecas y videotecas están frescas con las pruebas de esta mascarada sostenida por las grandes potencias y cuya ilegitimidad no se atrevieron a denunciar ni las Naciones Unidas. En la última década del siglo XX estamos asistiendo a genocidios y a crímenes de guerra con la complacencia y ayuda de los heraldos mundiales de la justicia y del derecho. Rusia, China y las dictaduras del socialismo real son tan culpables como las democracias occidentales por su silencio criminal y responsable... para conseguir que no se investiguen sus sistemáticos ataques a los derechos humanos. Es ese un mercado de influencias en el que los “activos” son silencios mutuos e intercambiables.
Fue el comercio de esclavos el que rompió y destrozó la mayoría de estas tradiciones, y proporcionó rifles y ambición para sostener el poder de jefes codiciosos que entablaron guerras de exterminio con sus vecinos. La esclavitud era conocida en el mundo entero (China, India, Mesopotamia, Egipto, Grecia, Roma etc.) pero, en gran escala y como medio de enriquecimiento a costa de sistemáticos genocidios, fue introducida por los árabés musulmanes en el Este índico, a través de las actuales Kenia y Tanzania; y por los europeos cristianos en el Oeste atlántico, a través de Senegal, la Costa de Oro llamada también “Costa de los Esclavos" (Ghana, Togo, Benin) y Camerún, Congo y Angola.
La misión de los colonizadores y el argumento clave, aún de misioneros y de exploradores tan humanitarios como Livingstone y John Kirk, eran las famosas tres Ces: "Civilización, Cristianismo y Comercio" que desposeyeron a los pueblos africanos de sus tierras y de sus ancestrales medios de subsistencia, con los cuales se desenvolvían sin hambres ni explotaciones masivas sino con una economía basada en la agricultura, en la ganadería, en la artesanía y en formas de comercio adecuadas a sus necesidades. También los desarraigaron de sus culturas, de su historia y de sus tradiciones. Los colonizadores blancos los consideraron, en palabras de Kipling "vuestras nuevas presas, pueblos desgraciados, mitad demonios y mitad chiquillos"... "criaturas inferiores " que precisaban ser civilizadas por el hombre blanco. Esta era la famosa "dura carga del hombre blanco".
Por eso, para que pudieran ser civilizados los expulsaron de la selva, los agruparon en poblados artificiales y luego en ciudades, según las necesidades del comercio, de las minas y de la industria de los colonos. Y les arrancaron la lengua ancestral, les pusieron extraños vestidos encima y les impusieron una mentalidad más extraña todavía que pertenecía al mundo de los invasores y que chocaba con sus seculares tradiciones produciendo desarraigos de incalculables consecuencias. Mentalidad trucada y traicionada, por supuesto, pues la falta de moral con que actuaron estaba en completa contradicción con las ideas que les predicaban. Como había de decir, años más tarde, Jomo Kenyatta: "Ellos vinieron con la Biblia y nosotros teníamos las tierras. Ahora nosotros tenemos la Biblia y ellos se quedaron con nuestras tierras".
Utilizaron a los nativos, sin consultarlos previamente, para luchar en defensa de los intereses de los conquistadores como carne de cañón en las dos Guerras Mundiales. Lucharon y murieron de frío en espantosos frentes europeos y orientales utilizados muchas veces como porteadores. Así están inmortalizados en el monumento al Askari en una plaza de Dar Es Salaam, en el que puede leerse: "A la memoria de los nativos de las tropas africanas que combatieron: A los porteadores que fueron las manos y los pies del Ejército: Y a todos los demás hombres que sirvieron y murieron por su rey y por su país en África del Este durante la Gran Guerra 1914-1918. Si has luchado por tu país, aunque hubieras muerto, tus hijos recordarán tu nombre." Pues qué bien, antes los obligaban a ser porteadores de colmillos de elefante, de oro, de aceite de palma, de ébano... después, cavaron en las minas de Sudáfrica (hasta hace poco, cerca de un millón de mozambiqueños tenían que pasar la frontera para trabajar por un salario de miseria so pena de que el gobierno racista de Sudáfrica dejase de enviar mercancías a través del puerto de Maputo, colapsando así la frágil economía colonialista portuguesa). Ahora los recordaban por haber muerto luchando por "su" Rey y por "su" país... Inglaterra.
No hay que olvidar que las sangrientas guerras civiles de Angola y de Mozambique han estado auspiciadas y sostenidas por los antiguos colonos portugueses que se instalaron en Sudáfrica en espera de regresar a sus antiguos dominios. Así parece ser ahora el caso cuando han ayudado a abortar las posibilidades que tenían de salir adelante los regímenes de las nuevas naciones independientes, una vez corregidos los errores de la natural deriva que todo proceso de independencia, en todas las naciones del mundo, ha llevado consigo. ¡Qué pronto olvidamos las luchas y largas peripecias, no pocas veces sangrientas, de naciones europeas, americanas y asiáticas en su lucha por la independencia y por su asentamiento como estados soberanos! El estudio del proceso de independencia de la nación norteamericana, no hace siquiera dos siglos, está lleno de sugerencias. Alemania e Italia son de ayer, y no digamos Japón y los milagrosos Estados dragón asiáticos que son de hoy por la mañana y ya nos muestran la corrupción sobre la que se asentó el falso "milagro económico de su desarrollo". A las jóvenes naciones africanas no se las preparó para la independencia; antes bien, se las mantuvo en completa dependencia de los poderes económicos y militares de las antiguas metrópolis.
Pero en esas guerras ajenas, a las que los llevaron para defender intereses que ni entendían ni les afectaban, vieron correr a los blancos ante las armas de sus enemigos y no lo olvidaron cuando les llegó la hora de hacerse ellos con armas similares. Por eso, sus dominadores se apresuraron a encorsetarlos en los rígidos esquemas del Estado-Nación, con una burocracia al servicio del poder centralizado, con un ejército de aluvión y corrompido por los mismos que siguieron vendiéndoles armas y controlando su economía, no montada de acuerdo con sus realidades y sus necesidades, sino con las necesidades e intereses de las antiguas metrópolis. Ahora, éstas actuaban por medio de compañías anónimas cuyos intereses coincidían con los del antiguo poder dominante.
Si cabe expresarlo así: con las independencias construidas de semejante forma, con tan onerosas servidumbres que los llevaron a endeudarse sin cesar hasta límites insoportables, y sin que los beneficios de ese endeudamiento revirtiesen en el pueblo, la situación de los pueblos antes colonizados y hoy amalgamados entre fronteras monstruosas que ni reflejaban las regiones naturales ni las culturas tradicionales, fue todavía más penosa que en tiempos de la colonización, ¡que ya es decir! Porque, entonces, el colono procuraba que no perecieran, aunque sólo fuera para que siguieran produciendo para la metrópoli. No hay más que comprobar las guerras que hubo durante la colonia y las matanzas de exterminio que han seguido y continúan en estos momentos ante la indiferencia mundial que trata de salvar la cara con esporádicas ayudas en forma de créditos FAD (fondos de ayuda al desarrollo) que crean dependencias atroces y dan lugar a una corrupción cada vez más institucionalizada.
En la lucha por la modernización de las nuevas naciones se encontraron con que los antiguos colonos no habían preparado suficientes cuadros, médicos, ingenieros, maestros, enfermeros, que sostuvieran el andamiaje de los nacientes estados. Las cifras de personal cualificado entre los naturales de cada país, en el momento de la independencia, es tan escandalosamente reducido o inexistente que la historia debería pedir cuentas de este delito de omisión culpable a esas potencias que se proclamaron "protectoras, tuteladoras y filantrópicas responsables del desarrollo y civilización de esos pueblos", puestos no pocas veces bajo su tutela por los Organismos internacionales. De ese delito nadie ha osado pedir cuentas a las potencias que dominaron, hasta hace unas décadas, a centenares de millones de seres humanos mientras se apropiaban hasta la extenuación de las riquezas agrícolas y madereras, mineras y humanas de esos países. ¿Qué ocurrió? Pues que, en la euforia de la independencia, los líderes africanos creyeron que el entusiasmo supliría las deficiencias y prometieron educación, sanidad, bienestar y trabajo para todos... por medio de revoluciones llenas de idealismo en busca de una Utopía que no fue posible por lo desproporcionado del empeño, la carencia de medios, la sangría de la deuda incesante, la falta de personal preparado, la dependencia de la antigua metrópoli que sólo se había preocupado de explotar las materias primas sin cuidar de su manufacturación en el propio país, la dependencia también en el transporte y en los canales de comercialización, los gastos sociales, la reconversión de la economía... y la presión de intereses foráneos que no deseaban naciones autónomas sino dependientes por todos los medios, aún los más corruptos y envilecidos de las ventas de armas y de las guerras "de diseño".
No fue posible la independencia sin traumas, no fue posible la paz, pero ahí queda el esfuerzo de titanes de la independencia y de la autonomía y de la unidad africana como Kwame N’Krumah (Ghana), Leopoldo Sedar Senghor (Senegal), Thomas Sankara (Burkina Fasso), Jomo Kenyatta (Kenya), Kaunda (Zambia), Mandela (Sudáfrica), Lumumba (Congo), Samora Michel (Mozambique), Agostinho Neto (Angola), A. Cabral (Guinea Bissau), Silvanus Olimpio (Togo) y el mismo Sékou Touré (Guinea Conkry) en sus principios, de Julius Nyerere (Tanzania) cuyos escritos y discursos, cuyo esfuerzo ciclópeo, aguardan tiempos más serenos para ser estudiados y ponderados en toda su grandeza. No es posible que hombres tan grandes y tan entregados a la causa del entendimiento entre los pueblos de África hayan podido engañarse de tal manera. Todavía luce con serenidad y fuerza la luz de ese gran africano que vive en Tanzania, como ejemplo de honradez y de entrega desinteresada, me refiero a Mwalimu Julius Nyerere, "la conciencia del África Negra", a quien la historia debe reconocer la grandeza de su esfuerzo y pedirle la reflexión de su experiencia antes de que sea demasiado tarde.
Pero cambiar de amo no significa ser libre. Los nuevos dirigentes que se hicieron con el poder se formaron en las escuelas de los antiguos colonos, tanto en occidente como en los países del área comunista. Tuvieron que conducir un vehículo con instrumentos inadecuados, acabaron labrándose sus personales fortunas y las de sus allegados, se fomentó el tribalismo y muchos actuaron como hombres de paja y testaferros de intereses extranjeros. Los improvisados gobiernos fueron reemplazados por dictaduras militares y casi todos pasaron por la experiencia del nefasto partido único.
La crisis económica se abatió sobre los pueblos de África con una precisión calculada. El Estado-Nación no aportó, con la liberación, la anhelada sociedad con igualdad de oportunidades para todos. El sistema falló, el modelo no era el adecuado, las ciudades crecieron de manera monstruosa con la secuela del paro, la criminalidad y la desesperanza. La agricultura no se desarrolló adecuadamente, ni se industrializaron los países de acuerdo con sus prioridades, la educación se resintió y la sanidad conoció sus horas más bajas. El sistema económico mundial mantuvo al continente africano como una reserva y fuente de aprovisionamiento de las materias primas que seguía necesitando para mantener su consumidor modelo de desarrollo, paranoicamente presentado por el llamado "Primer Mundo" como panacea a imitar. Sin reconocer la evidencia de que si sobrevive es gracias a la explotación de los recursos del mal llamado "Tercer Mundo", o los denominados "países en vías de desarrollo".
Desde el punto de vista de los mercados financieros, África no existe. Es un perdedor continuo, su deuda no hace más que incrementarse y el servicio de la misma ya cubre más que el producto interior bruto de muchos países. Es una locura colectiva, un absurdo que va en una espiral imparable de deterioro, enajenación y muerte. Las guerras se suceden, los golpes de estado y los exterminios de centenares de millares de seres humanos, se muestran sin recato ante la opinión pública a través de los medios de comunicación. La conclusión que deducen, y a la que inducen, es que "son salvajes, no están preparados, necesitan ayuda, no sirven para la democracia, estos bárbaros son una amenaza para la seguridad del imperio del Norte..."
Quizá la noche haya llegado a la mitad de su curso y, en el colmo del abatimiento, se encuentre la luz de un nuevo amanecer para esos pueblos de África ricos en seres humanos, en culturas y en tradiciones, en lenguas y en arte, en sabiduría y en riquezas naturales. África es uno de los continentes más prometedores del mundo y con mayores reservas de todo tipo, aún con los anacrónicos criterios de la industrialización occidental que está llegando a su ocaso. En sus propias entrañas está la esperanza de ese continente con la más variada geografía y con los pueblos más ricos y plurales del mundo. Ya no pueden sus líderes seguir culpando a los antiguos colonizadores. Ellos, los africanos de hoy, son los responsables de su propio futuro. El Renacimiento no terminó con el ocaso de la Edad Media, sus hombres tuvieron que imaginar una nueva sociedad con instrumentos nuevos. La Edad Moderna no concluyó con el derribo del Antiguo Régimen, mediante la necesaria Revolución, fueron precisos denodados esfuerzos para inventar y diseñar el futuro, adaptarse a las nuevas necesidades, crear odres nuevos para el vino nuevo. La Revolución industrial, como antes la agraria, no transformó la sociedad sin el concurso esforzado de ésta y con no pocas penas, errores y guerras, con no pocas fantasías rotas, utopías abortadas y corrupción de los propios libertadores. La enseñanza de la historia de los pueblos más evolucionados, equilibrados y progresistas se construyó sobre mucho esfuerzo y muchas más vicisitudes que las de la reciente historia africana en apenas un siglo.
Hay lugar para la esperanza, es posible el resurgimiento de una sociedad en marcha, plural y rica, dinámica y apoyada en lo mejor de sus tradiciones y de sus valores. No se trata de un salto en el vacío ni de imitar estérilmente a otros pueblos y a otras sociedades. Se trata de emprender un viaje a la propia esencia de África misma, e inventar sociedades nuevas en un mundo irremediable y espléndidamente nuevo. Hoy, en el alborear de la globalización o mundialización en tantos órdenes, y con los instrumentos técnicos más fabulosos puestos al servicio de los hombres y de los pueblos, es factible la esperanza cierta de un mañana mejor que ya está en nosotros. El arte está en caer en la cuenta, en despertar y en ser consecuentes.
Ahora bien, reconocido el pesado legado que ha dejado el colonialismo y la tremenda carga del neocolonialismo enmascarado en ideologías neoliberales, no cabe duda que los actuales dirigentes africanos deben asumir la cota de responsabilidad ineludible que les corresponde. Muchos de esos países nuevos han alcanzado la independencia hace más de treinta años. A condición de ahondar en su creativo y rico pasado, podrán diseñar un futuro imaginativo y plural sin olvidar lo que de positivo hayan podido salvar de sus experiencias pasadas. Nunca se sufre en vano y toda vivencia puede enriquecer, aunque sólo sea para recordarnos por dónde no debemos caminar de nuevo.
Hay que tener el valor de reconocer que el fracaso del Estado-Nación en África puede convertirse en algo positivo. Al fin y al cabo, esta forma de agrupamiento y de expresión social no tiene más que cuatro siglos y, en muchos países modernos, ni tan siquiera un centenar de años. ¿Qué es eso en una historia diez veces milenaria? En Europa ya asistimos a la superación del Estado-Nación sin atrevernos a reconocerlo de una vez y plasmarlo en formas institucionales nuevas. Porque todavía sentimos miedo a lo desconocido nos aferramos a instituciones ya caducas y superadas por las nuevas tecnologías, los nuevos sistemas de globalización en tantos órdenes que exigen un orden nuevo y plural adaptado a las realidades, no de cada nación, sino de entidades regionales o de áreas geográficas federadas, descentralizadas y con principios de participación popular y de ayuda mutua nuevos que superen, entre otros, los anacronismos de los partidos políticos, de los sindicatos y de tantos grupos de presión al uso. Como dice Robert D. Kaplam “Cuando algunas naciones se están retirando para refugiarse en un nacionalismo que es casi como una fortaleza, esto es sólo un estadio temporal antes de que la marea mundial de la población y la pobreza nos fuerce a todos a darnos cuenta de que habitamos una sola Tierra que cada vez se hace más pequeña y más densamente poblada”. Hay creencias religiosas expresadas de forma obsoleta, hay instituciones sociales, académicas y culturales que se han convertido en andamiajes de cartón piedra. Es preciso asumir la enseñanza del pasado sin temor a convertirnos en estatuas de sal. Sólo debemos mirar hacia atrás para aprender, sopesar, decantar y quedarnos con lo bueno; y tomar impulso para el inaplazable salto hacia adelante, hacia un futuro que nos pertenece desde siempre. “No daremos un paso atrás ni para tomar impulso”, como dice un conocido personaje político de nuestros días.
Existen aspectos muy positivos en la solidaridad, en la responsabilidad colectiva, en la autoayuda y en la conciencia de interdependencia entre pueblos, regiones y continentes. El mundo se ha convertido, en verdad, en una aldea global en la que todos nos sabemos relacionados. No es cuestión de una nueva civilización, ni de una nueva edad en la historia: se trata de una mutación que nos hace protagonistas responsables en el alborear de una nueva era. Al igual que sucedió hacia el siglo X y hacia el V antes de Cristo, o al comienzo de nuestra Era. Si queremos, es como un nuevo Renacimiento en el que tomamos conciencia de que todo es nuevo pero que se apoya, es evidente, en el legado irrenunciable de la Historia. Pero que, en lugar de atarnos, nos impulsa y nos conmueve de manera eficaz y creadora. El problema de toda realidad nueva es que sólo se percibe con la perspectiva que da la distancia. Vivimos ya en una nueva era y, al estar inmersos en ella, nos es imposible definirla porque no la podemos abarcar. Fue en el Renacimiento, y en plena Ilustración, cuando se formuló la teoría del feudalismo como fenómeno sociopolítico. En la Edad Media, lo vivieron pero no pudieron considerarlo como un sistema. En los comienzos de la Revolución Industrial se tildaba de utópicos a quienes intuyeron una mejora en las condiciones de trabajo transformadas por las nuevas máquinas. La Revolución francesa engendró al mayor de los déspotas de su historia porque le era imposible digerir y procesar, diríamos ahora, tanta información. Actualmente, estamos viviendo uno de los momentos estelares de la humanidad con la revolución informática, superior infinitamente a las conquistas nucleares que parecieron ahogarnos hace unas décadas; y nuestros hijos se preguntarán, antes de diez años, cómo hemos podido mantener el actual estado de cosas en la injusticia, la guerra, el hambre, la explotación, la contaminación y el casi suicidio colectivo, cuando ya poseemos los instrumentos que nos dan la información necesaria para asumir que estamos ante una mutación y que es preciso actuar en consecuencia. El mundo se nos ha quedado tan pequeño que todos somos vecinos y, como anunció el joven rabino de Nazareth, es más que probable que todos seamos hermanos.
Por supuesto que el concepto de frontera, tal y como se definió en la Edad Moderna y que, para los pueblos de África, se impuso con la colonización y cristalizó con las diversas independencias, ya no se puede sostener. Está superado por la realidad de las comunicaciones, de los transportes, de la conciencia de comunidad de lengua, de tradiciones, de culturas y de modos de entender y de concebir la existencia y la convivencia. Cabe, y se impone, la unidad en la diversidad, en la riqueza de la pluralidad universal. Es posible imaginar, porque existen en la realidad, múltiples sociedades relacionadas por vínculos de comunión y de solidaridad complementaria.
Es inaplazable la maduración con criterios endógenos, crecimientos sostenibles, una producción equilibrada y la cooperación globalizada. ¿Qué significado tiene mantener Estados-nación artificiales, con fronteras absurdas que engloban a pueblos antagónicos mientras dividen a comunidades de tradición secular? Hay pueblos como los peul, los haussa, los tuaregs, los diulá, los ashantis, los ewé, los malinké, los beréberes, los fang y muchos otros que están divididos entre varios Estados. ¿Qué sentido de patria o de nación y, por lo tanto, de lealtad puede exigírseles? No se trata de imponer los criterios étnicos si son excluyentes, sino de afirmar lo que une dentro de la diversidad y del respeto a las señas de identidad de los diversos componentes de las comunidades. Lo que hay que superar son las divisiones y las demarcaciones que se llevaron a cabo por criterios de prepotencia, de dominio, de explotación y que se impusieron por la fuerza de las armas o de la extorsión. Ahí están las Actas de las Conferencias y de los Congresos Internacionales que figuran como partidas de nacimiento de Estados contra natura, y cuya sustitución por otras formas de convivencia se llevará a cabo de manera tan natural como se asumió el descubrimiento de América o la circunnavegación de la Tierra, la circulación de la sangre o el descubrimiento del inconsciente.
Lo que urge es que África sea realmente autosuficiente para alimentar a sus casi 750 millones de habitantes, artificialmente divididos en 53 estados. Acometer de manera racional, responsable y de acuerdo con sus más profundas tradiciones, el desafío de una explosión demográfica producida, en gran parte, por las mejoras que las nuevas tecnologías, en medicina y en otras ciencias, han introducido en los ciclos naturales de las poblaciones. Ese aspecto positivo de la prevención, la profilaxis, las vacunas masivas de niños y de adultos ha de ir acompañado de una toma de conciencia acerca de la paternidad y la maternidad responsables para restablecer el equilibrio en la naturaleza. Sólo desde la ignorancia, desde la inconsciencia, o desde el interés bastardo para sostener mayorías numéricas de determinados grupos de población, se puede sostener el absurdo de que "cuantos más hijos mejor". Esa práctica fue necesaria en economías de subsistencia en las que los brazos para trabajar eran necesarios, así como para compensar le elevada mortalidad infantil y la necesidad de procurarse sostenes para la vejez. La historia más reciente demuestra que en la medida en que la mujer accede a la educación y desempeña puestos retribuidos de trabajo se estabiliza la temida explosión demográfica.
Hoy día, es posible acometer esos frentes con una programación de la agricultura, ayudados por instrumentos que facilitan el trabajo de los seres humanos; los avances en veterinaria y en la economía agropecuaria disminuyen las exigencias de pastoreos extensivos en nomadeos que dependían exclusivamente del régimen de lluvias y de la suerte en cuanto a plagas y epidemias; los cuidados a los niños, la prevención de enfermedades y las posibilidades de extensión de la cobertura sanitaria a capas cada vez más amplias de la población. Así como la necesaria protección de los ancianos, hace necesario ser consecuentes en el planteamiento tradicional de la familia acomodándolo a las exigencias actuales. No se puede avanzar en una sola dirección, so pena de producir entidades monstruosas. El crecimiento de la población en el continente africano, un tres por ciento, es uno de los más elevados del mundo. Es imposible seguir manteniendo la actual incongruencia de que el continente con más posibilidades agropecuarias y piscícolas del mundo tenga que seguir importando alimentos para uno de cada cinco habitantes.
Lo que hay que hacer es reconvertir la agricultura, la ganadería y la industria de la pesca para dejar de producir las materias primas que interesan a los países del Norte pagadas a precios impuestos, discriminatorios y, muchas veces, con excedentes de producción de los países industrializados. Hay que organizar el autoabastecimiento alimentario de los pueblos de las diversas regiones de África con una economía interdependiente, global, equilibrada y solidaria; al tiempo que se desarrolla un amplio intercambio comercial entre los propios países del Sur. Es éste un aspecto fundamental para el crecimiento de esos pueblos: dejar de mirar y de depender del Norte y desarrollar la cooperación entre los países de las diversas áreas geográficas llegando a establecer "mercados comunes" y proyectos de desarrollo armónicos y compensados.
Hay que afirmar que África todavía está relativamente subpoblada, en relación con otros continentes; y que es hora de dejar de considerarla como la "reserva ecológica y el pulmón de la humanidad". Cada palo debe de aguantar su vela y todos debemos cooperar en la equitativa distribución de las cargas y de los beneficios en el, tantas veces demagógico, tema de la conservación de los Parques naturales para las especies animales salvajes. Dentro de su incuestionable conveniencia, precisa de garantías en su planteamiento, en su gestión, y en la participación en los beneficios por parte de las poblaciones afectadas. No cabe aceptar, sin más, la declaración de "especies protegidas", por parte de organismos controlados por países del Norte que no han sabido proteger ni sus espacios ni sus especies y continúan contaminando sus bosques, sus ríos, sus costas y la capa de ozono del planeta Tierra para poder disfrutar de safaris fotográficos o cinegéticos, "porque pueden pagárselos", mientras las poblaciones de esas zonas son empujadas hacia tierras menos fértiles sin participar, como les corresponde, en la gestión de sus recursos. Ni cabe admitir la extensión agrícola en zonas tradicionalmente ganaderas porque convenga a intereses foráneos que las necesitan para producir productos convenientes para sus mercados. Sin caer en demagogias ni en reduccionismos simplistas, hay aquí un campo amplísimo de posibilidades que no se tuvieron en cuenta cuando el único criterio era la mayor rentabilidad para los colonos y las potencias dominadoras que, todavía, emplean el horrísono concepto de "explotación de los recursos naturales". Quien acepte la “explotación” de los recursos naturales acabará “explotando” con toda naturalidad los llamados “recursos humanos”. Los seres humanos nunca podrán ser considerados como “recursos” que inciden en los precios. Esto es una aberración. El mercado nunca podrá ser sinónimo de una auténtica libertad sino respeta la dignidad de las personas, si ejerce la violencia. Esto es, si viola la dignidad humana.
Existen posibilidades inéditas e inconmensurables en el campo de la agricultura, de la ganadería, de la caza y de la pesca, del desarrollo y la promoción de industrias conserveras, lácteas, de transformación y de manufacturación sobre el terreno que aportarán empleo, mejora de los rendimientos, escalonamiento y complementariedad de las producciones, distribución de los beneficios, conservación de los recursos, etc. hasta proyecciones inimaginables, pero posibles; puesto que técnicamente lo son y los problemas ya están resueltos, basta aplicarlos con un criterio generoso, técnicamente válido, profesional y con criterios de productividad, modernos y ecológicos a la vez. Y hasta con criterios de interés particular, como preconizan los neoliberales, ya que está en juego la supervivencia de la especie humana: ahora tenemos conciencia y datos ciertos para afirmar que vamos en el mismo barco. No cabe disfrutar en primera clase mientras hace agua a chorros el casco de la nave.

José Carlos Gª Fajardo
Este ensayo fue publicado en Anthropos en abril de 1999