Los inmigrantes quieren ser globalizados

Suelo decir en mis clases que los inmigrantes son personas muy educadas que nos devuelven las visitas que los europeos les hemos hecho durante quinientos años. El camino ya lo conocen: les basta con rehacer el de los conquistadores, evangelizadores y colonizadores que ocuparon y explotaron sus tierras, los desarraigaron de sus tradiciones y creencias y los sometieron bajo el mito de las tres Ces que invocara el rey Leopoldo II de Bélgica y que hizo suya la Conferencia de Berlín de 1885: “civilización, cristianización y comercio”.
Pero la inmigración es un fenómeno sociológico que ejercita un derecho fundamental, pues “las cosas no son de su dueño sino del que las necesita”, como me enseñó una campesina del Chocó, en Colombia. Que necesite ser regulada por los países de acogida y por los de partida, no concede a nadie patente de corso ni prepotencia ni conmiseración o abuso.

Cuenta Eduardo Galeano en Patas arriba, La escuela del mundo al revés, que “Alicia, después de visitar el país de las maravillas, se metió en un espejo para descubrir el mundo al revés. Si Alicia renaciera en nuestros días, no necesitaría atravesar ningún espejo: le bastaría con asomarse a la ventana”, o a la pantalla del televisor.

Globalización perversa

Este es uno de los resultados de la perversa gestión de la globalización que, en sí, no es buena ni mala: es una consecuencia del desarrollo de las tecnologías que nos han hecho un mundo más abarcable
En el Norte sociológico, lo políticamente correcto es el pensamiento único que afirma que el mercado es el que gobierna y el Gobierno quien administra lo que dicta el mercado. Es la apoteosis de la revolución conservadora de los años ochenta en amalgama con un liberalismo rampante que postula el máximo beneficio económico, a cualquier precio material o humano. Son las tesis del capitalismo salvaje elevado a la categoría de modelo de desarrollo cuyos frutos son: menos de treinta países enriquecidos a costa de más de ciento cincuenta pueblos empobrecidos, muchos de los cuales son los financiadores natos del desarrollo económico del Norte. Las cifras cantan: desde la década de los ochenta, los flujos de capital del Sur al Norte son tres veces superiores a las cada vez más inexistentes inversiones que, en un 80%, se hacen de los países del Norte entre ellos mismos. Es preciso terminar con el espejismo contrario.

Inmigración y globalización

La globalización nos ofrece estas tendencias: expansión de una sociedad de la información, mundialización de los cambios económicos, crecimiento de las redes financieras internacionales, aparición de nuevos países industrializados y la hegemonía económica y militar de Estados Unidos.
Para Carlos Taibo, una de las grandes paradojas de la globalización es que no alcanza a la movilidad de la fuerza de trabajo, circunstancias que no deja de tener efectos paradójicos y cita a Susan George que, en el Informe Lugano, dice “la globalización económica desnacionaliza la economía nacional. En cambio, la inmigración renacionaliza la política. Existe un consenso creciente para levantar los controles fronterizos que pesan sobre el flujo de capitales, la información, los servicios y todo aquellos que implique una mayor globalización. Pero cuando se trata de inmigrantes y refugiados, tanto en Estados Unidos como en la Unión Europea o Japón, el Estado reclama todo su antiguo esplendor afirmando su derecho soberano a controlar sus fronteras”.

Por qué emigran

Se viaja al extranjero por gusto, por ampliar estudios o por conocer tierras y personas nuevas. Pero se emigra por necesidad económica, problemas sociales o persecución política. También por causa de reagrupación familiar e incluso por deseo de aventura vital. Hace cincuenta años, ni los africanos ni los latinoamericanos emigraban en la proporción actual. Emigrábamos los europeos meridionales: españoles, portugueses, italianos y griegos; también los irlandeses. Esto tiene que ver radicalmente con la globalización de la economía y las nuevas relaciones de fuerzas sociales.
El que emigra tiene una sensación de ruptura y la integración puede suponer un desarraigo. La sociedad de destino se considera una sociedad de llegada más que una sociedad de acogida, mientras que se descubre que el Norte es una sociedad de consumo más que del bienestar soñado que nos habían presentado a través de los medios. Finalmente, el retorno se convierte en un mito pues tiene que ver más con el momento que con el lugar: no se puede regresar con las manos vacías pues somos la esperanza soñada de la gran familia que nos envió, nos sostiene y nos aguarda.

Sólo un 2,3% de la población mundial abandona su país para establecerse en otro. Dentro de la UE, donde sí existe la libre circulación de la mano de obra, únicamente un 2% de la población laboral ha trabajado en un país de la UE distinto del suyo, a pesar de que en el último tercio del siglo XX se ha multiplicado por dos el número de emigrantes en el planeta. Si era de 74 millones de personas en 1965, en la actualidad se estima en torno a los 150 millones con las fronteras meridionales de EEUU y la UE. No se contabiliza la emigración clandestina ni los movimientos migratorios dentro de los estados.

Explosión demográfica

La más temible de las amenazas para la especie humana es la explosión demográfica. La Cumbre sobre Población y Desarrollo, celebrada en El Cairo en 1994, subrayó que el aumento de la educación de las niñas y las mujeres produce un descenso de los índices de fertilidad y una reducción de las tasas de mortalidad y morbilidad. Está demostrado que en todos los países industrializados en donde la mujer tiene acceso a la educación y a los puestos de responsabilidad que les corresponde, la curva demográfica ha descendido hasta extremos tan peligrosos que hacen imprescindible el auxilio de los inmigrantes para garantizar el pago de las pensiones mediante sus cotizaciones a la Seguridad social. Al tiempo que cubren un enorme número de empleos para los que no hay mano de obra entre los naturales de esos países y garantizan el desarrollo social y económico, a pesar de la miopía de los gobernantes.
Recordemos que en la década de los noventa, los extranjeros que vivían en España no llegaban a representar el 3% de la población. Sin punto de comparación con el 6,5% de Francia, el 9% de Bélgica, el 32% de Luxemburgo, el 17,5% de Suiza, el 7,5% de Alemania o el 6,5% de Austria.) Es evidente que la psicosis de invasión de emigrantes que esgrimen ciertos políticos retrógrados es insensata y suicida pues pone en peligro el crecimiento económico y el mismo desarrollo social de un país que durante siglos se apoyó en la emigración a Latinoamérica y durante décadas inolvidables España envió millones de ciudadanos a diversos países de Europa en casi idénticas condiciones a las de los inmigrantes que hoy tanto les asustan. No tiene fundamento el impacto negativo que se atribuye a los trabajadores extranjeros sobre el paro y la productividad.
Cualquier política de inmigración fracasará si se limita a trabajar sobre las condiciones de destino y no aborda lo que ocurre en el origen. Los países europeos, tierra de emigrantes, tienen que reconocer el derecho natural a la emigración y favorecer la legislación más generosa para convertirnos en tierra de asilo, como simple reciprocidad en la acogida de quienes un día no lejano recibieron a decenas de millones de europeos.
Es posible favorecer esa integración sin absorción alguna, sino respetando y pactando el futuro para hacer viable justo el presente. No vaya a alcanzarnos la maldición que Albert Camus cita en La Peste “Los despreciaba, porque pudiendo tanto se atrevieron a tan poco”.
Porque los signos de los tiempos nos muestran un planeta cada vez más globalizado, es preciso desarrollar políticas de justicia social y de solidaridad que reconozcan que todos los pueblos están entrañablemente relacionados y que la paz o es fruto de la justicia o es silencio de cementerios de las víctimas de un crecimiento injusto y desproporcionado.

José Carlos Gª Fajardo
Este ensayo fue publicado en Latin Club