RETAZOS 022 Los ojos del cimarrón
En una colina cercana a un pueblecito de Italia vivía un ermitaño admirado por su entrega a los más pobres. Con la edad, y presintiendo cercana su muerte, se había instalado en una ermita que se veía desde todos los lugares del pueblo. Así, sus habitantes se sentían protegidos, desde la distancia. Cuando iban a cerrar un trato o padecían por algo miraban hacia la colina y parecían recobrar fuerzas. El ermitaño cultivaba un pequeño huerto para su sustento y sólo le acompañaba un perro cimarrón al que había curado y domesticado. Éste solía bajar por las tardes a pasear por el pueblo y las gentes disputaban para darle buenos trozos de comida. El ermitaño, desde la colina, se sonreía. Una noche de tormenta, las gentes estaban encerradas en sus casas y tan sólo corrían algo los visillos para mirar hacia la colina. Los rayos la iluminaban acompañados del fragor de unos truenos como jamás habían conocido en el pueblo. De pronto, un relámpago iluminó todo el valle y descargó con belleza sobre la ermita. Pero no hubo trueno, a pesar de que lo esperaron abriendo puertas y ventanas. Una inmensa paz se había extendido, el cielo volvió a lucir sin nubes, ni viento ni lluvia. Todos se echaron a la calle y comenzaron a subir hacia la ermita. Iban mudos por el suave olor que los envolvía, y por la luz precisa que les indicaba el camino. El rayo no había destruido nada, tan sólo iluminado el tránsito del hombre santo que descansaba tendido en su catre con una sonrisa en el rostro. A su lado, en el suelo, estaba el perro cimarrón que no apartaba sus ojos de su amo. Enterraron al ermitaño en la iglesia del pueblo y comenzaron a rendirle un culto tan disparatado que obligó al Obispado a ordenar el traslado de sus restos a un monasterio lejano. El rencor de los vecinos se iba transformando en odio, porque ya no podían mirar hacia la ermita en la que sólo permanecía el perro. Éste, al cabo de un tiempo de duelo y carente del cuidado del anciano, volvió a pasear por las calles al caer de la tarde, como solía. Pero cada día aumentaban las puertas que se cerraban a su paso. La gente, si estaba sentada en sus sillas de enea al frescor del atardecer, recogían todo y se encerraban cuando veían llegar al perro. Llegó un momento en el que se mudaron las costumbres en el pueblo, salían en pleno calor y se encerraban por la fresca. Se estaban volviendo locos porque el perro, cada vez más flaco, prefirió no echarse al monte como cimarrón para proseguir el paseo. Hasta que un día, nadie se levantó para ir a trabajar. Sabían que el perro había sido lapidado hasta la muerte y yacía en un muladar abandonado, con las cuencas vacías de aquellos ojos que habían visto a Dios. |
José Carlos Gª Fajardo
Este texto pertenece a la serie 'Retazos de Sergei', una colección de
cuentos orientales adaptados a nuestro tiempo