RETAZOS 037 Sorpresa en los baños
Cuando llegaron al monasterio, el Abad les propuso que tomaran un baño caliente y que esa noche cenaran tranquilamente lo que les había preparado el cocinero. - "A veces, lo mejor es descansar", - les dijo con una sonrisa a los tres, pues sabía que conocían la famosa máxima Zen. - Así lo haremos, Abad, - respondió el Maestro -, la última etapa ha sido dura para mi espalda. En lugar de la meditación de la tarde, nos daremos un buen baño de vapor y de hierbas aromáticas. Sergei acompañó al monje de los establos con las mulas y el pollino mientras Ting Chang se acercaba a dejar las alforjas en sus cabañas. El Maestro hizo entrega al monje farmacéutico de las preciosas hierbas que les habían dado para su botica mientras les hacía algunas recomendaciones que le habían dado en el monasterio de la montaña. Una vez relajados en el baño de maderas olorosas, y después de que monjes expertos les hubieran hecho unos estiramientos, se sentaron para relajarse en la estancia de aguas tibias aromatizadas con aceites que ardían en pequeños pebeteros. - Nos tratan como a reyes - comentó el Maestro - pero no sé por qué me parece que el Abad tiene algo que decirnos y está reservándose para mañana. - Conociendo al Abad, Maestro, - comentó sin miramientos Sergei, - es que algo te va a pedir, y por eso regala de esta manera. - ¿Y por qué nos regala también a nosotros? - comentó con los ojos entornados Ting Chang -. En Japón, es costumbre que los discípulos aventajados compartan el baño con el Maestro... - Que no es el caso, digo por lo de "aventajados" - apostilló la liebre de las estepas. - Déjame seguir, Sergei, - prosiguió el noble doctor algo ensimismado -. No sé por qué, la actitud del Abad, me recordó a la mantenida conmigo el día de mi llegada. - ¿Qué piensas, noble Ting Chang? - preguntó con amabilidad el Maestro que ya había sido advertido someramente por el Abad en un aparte. - Venerable Señor, fueron muchos años viviendo a la sombra de mi padre como para no detectar el rumor de su influencia. - ¡Ejem! Si me permitís, Nobles señores - dijo casi en un susurro Sergei -, cuando fui a los establos acompañando al mozo con las caballerías, en el suelo de la entrada vi huellas de ruedas de un gran coche. - Y, entonces, - intervino el Maestro -, le preguntaste a los monjes quién había llegado, ¿no es cierto Sergei? - Bueno, Luz del Otoño, lo cierto es que han llegado dos grandes coches escoltando a uno más grande. - ¿Y no se parecerían, por casualidad, a los que trajeron tantos víveres para el monasterio días antes de mi llegada? - preguntó, ya desarmado, Ting Chang, el hijo de uno de los hombres más poderosos de Shangai -. - Noble señor, - dijo Sergei postrándose ante el médico con lágrimas en los ojos -. Al parecer, vienen a buscarte. El Maestro palmeteó con sus manos y con una gran sonrisa les dijo, levantándose con toda dignidad: - ¡Estamos en las manos del Cielo y nada sucederá superior a nuestras fuerzas! Cuando comer, comer. Ahora, vamos a cenar con toda la serenidad del mundo. Hoy es siempre, todavía. - Venerado Maestro, vine para ponerme en tus manos. Te haría ofensa y sería injusto con el Cielo si no demostrase que algo he aprendido a tu lado. Pasemos a cenar y, si lo permites, mándale a Sergei que traiga una garrafa del buen vino de los monjes de la montaña. - ¡Ya le había dado dos al monje encargado del comedor para que las pusiera a refrescar! - dijo entre risas Sergei echándose cubos de agua fresca por encima -. - ¡Condenado rapaz que oye crecer la hierba! |
José Carlos Gª Fajardo
Este texto pertenece a la serie 'Retazos Luna Azul', colección de
cuentos orientales adaptados a nuestro tiempo